12 de febrero de 2009

Crónica de la miseria

Vuelve Dragut por estos pagos, tan deudores de su prosa lúcida como de su lealtad y generosidad, con un In Memoriam bien vivo en lo personal y vigente en lo público.

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Al final fue un tránsito de algo más de un año, el que medió entre la ilusión y la miseria. Y me acordé de lo que Tse escribió hace ya bastante tiempo: El triunfo de la mediocridad.

No conocía a nadie y tenía sólo la información de lo que leía en la prensa y en Internet. Me atrajo, me ilusionó y, como un infante en su primera escapada furtiva, con más vergüenza que miedo, mandé un correo electrónico. Pensé que ni contestarían, que me mandarían a tomar viento. Jamás me había mezclado en nada así, por falta de espíritu gregario y por una necesidad –a veces he pensado que errada y hoy la creo lo único que me es posible- de no dejarme ver demasiado: no está bien que el cerdo se pasee por el salón, sobre todo cuando vienen invitados de postín. No sé si la edad o la experiencia, confusión voluntaria que solemos hacer de una y otra cosas, sea por alejar la mortaja o, invirtiendo la cosa, por añadir alevosamente el conocimiento que no tenemos escudándonos en el tiempo que nos bastó para tenerlo, me insinúan a grandes voces que los pies en el tiesto son buen sitio en que tenerlos y no sacarlos. Todo depende del tamaño de la maceta: para algunos es el universo todo; para otros, jardinera de balcón.

El caso es que me respondieron y me citaron un día a última hora en un bar. Fui, bastante escéptico, y allí conocí a J. Estupenda. Había otros, de los que recuerdo sólo a dos. Uno, un tipo encantador del que tengo pocas noticias. Otro, un cutre miserable, que entonces sólo me pareció un majadero convencional. Pero J me pareció de fiar, de golpetazo de filete magro sobre el mármol, como una vez le dije. Y lo es. Por eso me lié en el asunto y, de buenas a primeras, sin haberlo pensado, me encontré en el mismo medio del salón cuando no sólo venían los invitados de postín, sino que, encima, había recepción. Pero fue magnífico, porque encontré una esquina de cochiquera, desde allí escuché y aquello, como le he comentado a alguien, me empotró el alma en el cerebro. Me pareció más que necesario, posible.

Y se fue añadiendo más gente, mucha, en todas partes. Tuve la suerte simultánea a la desgracia de ver en el propio campo la traza del destino. Fue suerte ver cuánta gente anhelaba simplemente la dignidad, cuánta de ella era capaz de ser quien decía ser. Fue desgracia que un canto de cisne prematuro ya hubiese copado parte de las filas con la soldada que aspira a generalato sin haber ganado batallas. Quieren ser quien firme la capitulación del enemigo, pero que la sangre la pongan otros. Desgracia también cuanto vi de los afanes de trastienda. Pero la suerte inmensa de haber conocido a gente magnífica para toda una vida.

Las larvas de la miseria maduraron y, de manera inexorable, se fue a pique todo, lo primero la ilusión. Me di cuenta de hasta qué punto los ambiciosos son más aún imbéciles e ignorantes. No supieron esperar a que realmente hubiera algo que repartir y todos nos quedamos sin nada. Los que pretendíamos algo digno lo perdimos nada más empezar, y los que algo miserable no sabían que necesitaban la semilla de los decentes para obtener un provecho. En la escala pública, todos sabemos en qué acabó. Simplemente en algo que pensamos que pudo ser. Hoy creo que era algo delirante, que nada de lo que pretendíamos es posible en un país estúpido, clasista, ceporro y adocenado, donde la gente vende su dignidad por que le cambien el váter de casa sin tener que pagarlo. Y por supuesto, que sea más blanco, más vitrificado y un poquito más alto que el del vecino, faltaría más.

En la escala del trato humano, encontré en proporción enana una explicación sobre la banalidad del mal, sin querer arrogarme ninguna pretensión filosófica (no sé casi nada de filosofía y menos aún soy filósofo). Me explico. Por mi actividad académica y profesional he visto miserias abundantes. En lo académico, la Universidad es más bien un rebaño de gañanes que visten sus estrechas ansias funcionariales con birretes, togas y puñetas. Pero saben que, tras la traición y el medrar, llega el momento del sueldo de por vida, de las vacaciones de muchos meses, del inexplicable prestigio social, de la promoción inmerecida gracias al escalafón y al tejemaneje vario. Y de no tener que volver a estudiar nunca y fascinar a los alumnos con porquería intelectual surtida. No todos son así, pero si digo que ocho de cada diez lo son, estoy siendo benévolo. En la variante profesional he visto acuchillamientos indecentes, traiciones alevosas, acusaciones dolosas, de todo. Pero hay un beneficio: se mueve mucho dinero y arrasar la dignidad de alguien puede suponer ganar o perder un par de millones de euros. En definitiva, en ambos casos hay una ganancia tras el baño de miseria. Pero en aquella aventura, ¡no había aún nada que ganar, lo fiaban todo a lo mucho que habría de cosecha mientras pisoteaban lo recién sembrado! Pero no todos, porque lo más estupefaciente era ver cómo por ser mindundi de tercera había quienes eran capaces de adularte para acto seguido acuchillarte, decir que apoyaban a alguien siempre de palabra y por escrito, para, llegado el momento, unirse a la legión de los defenestradores de honestos. Quienes, en un rocambol psiquiátrico inimaginable, cautivos de su propia imagen elaborada hacia los demás, se abonaban a la impostura para poderse creer seres ultramorales de palabra y acometer la miseria, la trampa, la mentira, la traición y cuanto de más bajo aloja la condición humana con una soltura tal que a veces resultaba descacharrante. Por desgracia, más que descacharrante, siempre me pareció hiriente. Y todo para nada, para no conseguir nada en absoluto. Actos banales a caballo de la miseria. La maldad de barrio por sí misma.

Sería un error pensar que, total, son pequeñas cosas que no afectan a la gran escala del mundo. Lo es porque las miserias son siempre una proporción de la situación y, así, quienes sienten la pulsión de la traición por una nadería, en idéntica proporción la sienten ante lo importante. Comprendí entonces el tránsito que lleva a que un descerebrado que sólo se ha fajado en cuitas de barrio, entre navajeos de poca monta, pueda acceder a las alturas y cometer hasta delitos sin inmutarse. En el colegio robaban piruletas, lo que es lo mismo, idéntico, a pervertirlo todo llegados al poder. La miseria tiene un tamaño a la escala de la situación. Hoy sigo sin entender cómo podían ser más aún imbéciles que miserables.

Pero ya he dicho que conocí a gente magnífica también. Quizá no debiera citarlos, pero es justo que sea así. Me quedo sólo con los que han acabado siendo más cercanos: al amigo fenicio LFC, y al bostoniano VC; y a los “centralistas” ALC, AIE, EP, EM, FC, GHJ, JCC, JJA, JM, JS, JRL y TS. A todos ellos les debo las gracias por haber hecho magnífico el paseo del cerdo sacando las patas fuera del tiesto. Hoy me alegro, pero fue en su momento doloroso: un tiempo dulce y terrible.

(Escrito por Dragut)

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6 Comentarios:

Blogger Sr. Verle escribió...

Dragut: "si te seguimos maestro es por lo bien que te explicas".
Crónica hecha jirones de la mediocridad reinante, patente de corso [no de Dragut] de una época llamada a la obscenidad, donde brilla el desdoro y donde medra la acriticidad.
Un saludo también al fenicio (que se está poniendo como 'fenicio' del toro).

10:04 a. m.  
Anonymous Anónimo escribió...

Verba volant, scripta manent. Gracias, Dragut . Y gracias, Bart

Dragut: cualquier salón en el que usted se encuentre, estará -estuvo y está- iluminado. Los mediocres, intentaron una y otra vez fagocitar sus cualidades. ¡Inútiles! No tenían ni idea de la fortaleza de “un alma empotrada en el cerebro”

4:18 p. m.  
Blogger SixTarta escribió...

Don Dragut, debería Vd. dedicarse a "construir" libros.

Gracias por ese relato de sus vivencias.

11:09 a. m.  
Anonymous Anónimo escribió...

Este comentario ha sido eliminado por el autor.

8:51 p. m.  
Blogger Elvira escribió...

Cuando una experiencia como la que usted cuenta me agredió una vez con tal fuerza que el amor propio y el ánimo se me vinieron abajo. Era joven y tenía recursos, aunque no económicos, claro. En mis manos cayó el Hiperion de Hoelderlin, editado por Munárriz: el primer libro de su colección, creo. ¡Qué consuelo para mi pobre alma dolida! y al mismo tiempo, ¡qué dolor constatar que la inmundicia moral adorna desde siempre a la condición humana.
Gracias por su relato, Dragut.

6:54 p. m.  
Blogger Manuel Montero escribió...

¿Dragut era de los buenos, entonces?

11:57 p. m.  

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