25 de marzo de 2010

Un curioso que dejó de ser raro


(*) El curioso caso del vagabundo fotógrafo. Vagabundo nada errante porque Miroslav Tichý vive la mayor parte de su vida sin salir de un pueblo de Moravia, Kyjov. En los primeros años de posguerra estudia en la Escuela de Bellas Artes de Praga, durante el breve periodo de gobierno democrático, hasta que el nuevo régimen suprime sus queridas y carnales modelos y él decide sustituir la pintura por la fotografía. Como se verá en sus fotos rasgadas adrede, con leal nostalgia. Fiel a su querencia por tomar dibujos y apuntes del natural, se va a buscar esas modelos a los parques y calles de una ciudad de provincias, sin sorpresas. Su vida de ermitaño, armado con cámaras inverosímiles fabricadas por él mismo con retales, su aspecto de mendigo cubierto de harapos, hacen que sus vecinos no puedan creer que toma fotos de verdad. Esa impunidad y su obsesión por el cuerpo de la mujer le hacen el mirón perfecto. Pasa más de treinta años alternando una vida miserable en el cuchitril atiborrado de desperdicios que le servía como laboratorio fotográfico, con temporadas en cárceles y manicomios cuando las autoridades locales necesitan embellecer el paisaje de su ciudad. A fuerza de aislamiento y desprecio olímpico por los caminos trillados del arte, terminará labrándose un destino de fama y artista consagrado a pesar de su voluntad.

Durante años se dedica a “dejar pasar el tiempo”, tirando y revelando miles de fotos, imágenes distorsionadas deliberadamente o borrosas y manchadas por la pobreza de los materiales utilizados. "Las imperfecciones forman parte de cada foto. Son su poesía y lo que le otorga cualidades pictóricas. Para eso necesitas una mala cámara", dice. Una imperfección que busca con perfecta constancia. Los fabricantes de arte terminan por descubrirlo en su guarida y le montan exposiciones en el Pompidou (2008) y, ahora, en el Centro Internacional de Fotografía de Nueva York. Llegan las hagiografías. Esa avalancha sepulta su idealismo: "¿Qué es arte? El arte es sólo una idea", sigue diciendo. Hoy lo han convertido en producto de un arte tan necesitado como siempre de homologar excentricidad, aunque lo califiquen de “arte en su forma más esencial”, queriendo decir precario. Como si la pobreza fuera condición de pureza.

Pero no hay tanto misterio como parece: nunca se entregó al azar; al fin y al cabo no era un mendigo anónimo sin destino. Cuando dice "soy sólo un observador de personas, pero uno muy bueno", reconoce un objetivo perseguido de forma implacable. Sus materiales son las cámaras y carretes de deshecho, junto con sus fantasías volcadas sobre desnudos robados, vecinas en biquini tomando el sol y paisajes pacientes. Su estrategia es automática: "Cuando hago fotos no pienso en nada". Y su dedicación, estoica: "Placer es una palabra que rechazo absolutamente. ¿Cómo podría un escéptico como yo sentir placer? Descarto sentimientos tan efímeros como el placer".

La fama le llega en forma de reconocimiento artístico y con ella su perplejidad, tan llena de desprecio como de atracción: "Si quieres ser famoso tienes que hacer algo y hacerlo peor que cualquier persona del mundo entero", afirma. Él mismo se ríe de la fama, dice no interesarle pero se asombra de haberse convertido en una estrella, dice con una risa mellada. Pero su cara guarda la principal arma para asombrarse, para admirar: un mínimo de inocencia. Tichý es un hombre que saltó de un extremo al opuesto sin cambiar de naturaleza, aunque sí de ropa, en el que lo que menos importa es el producto artístico que termina en éxito. Y sus promotores son una tropa ansiosa por confundir la mirada de Tichý con un mundo borroso y roto, expuesto por tanto a la reparación y venta de esos publicistas.





(*) Publicado en Nickjournal el 11 de marzo de 2010.

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22 de marzo de 2010

Hablar con los muertos

(*) Cada loco con su tema. Los muertos que gozan de mala salud nos siguen hablando y reclaman que les hablemos. Es la insolencia de los cadáveres de la que habla Chateaubriand, aunque sea a otro cuento: "Cualesquiera que sean los esfuerzos de la democracia por elevar sus costumbres con el gran objetivo que se propone, sus hábitos las rebajan; se resiente vivamente de esta estrechez: creyendo hacerla olvidar, lo que hizo fue derramar en la Revolución torrentes de sangre; inútil remedio, porque no pudo acabar con todo, y, a fin de cuentas, se encontró frente a la insolvencia de los cadáveres." (Memorias de ultratumba, Libro XIX, Cap. 9)

Las cuentas de los muertos fueron uno de los orígenes de la escritura. De ese legado, y aún más de su eco, las modernas revoluciones de la enseñanza y la información han querido expulsar a los clásicos por aquello de que no se adaptan a la prisa, la prosa y la utilidad, mal (pero justamente) entendidas como servidumbres. Mal entendidas porque los programadores de la enseñanza no nos dejan “oír los escritos” de Zenón, que se dice en el Diálogo sobre Parménides de Platón.

De los cuentos que los muertos nos traen habla Agustín García Calvo en su conferencia Libros y lectura en la Antigüedad Clásica (Hablar con los muertos), dentro del ciclo que organizó la Fundación March Libros y lecturas: cinco momentos históricos. Las presentaciones del anfitrión y del Ministerio del ramo son largas, así que se puede empezar en el minuto 11:45




(*) Publicado en Nickjournal el 6 de marzo de 2010.

19 de marzo de 2010

¿Una cuestión moral?

(*) En 1994 el fotógrafo sudafricano Kevin Carter, que trabajaba como free-lance, recibió el premio Pulitzer de fotografía, en su sección Feature (dejémoslo así), por una imagen publicada en el New York Times el 26 de marzo de 1993. Como en el caso de otras fotografías controvertidas que recibieron el premio Pulitzer, la decisión de publicarla fue tomada por los editores y ésta tuvo un amplio eco mundial. La foto no es una instantánea sino que fue preparada por Carter: esperó un tiempo (horas según el Newseum, donde está expuesta; pocos minutos según su compañero Silva, que le acompañaba) para que el buitre se acercara, entraran ambos en cuadro y consiguiera un mayor efecto. Incluso esperó a que el buitre desplegara las alas, lo cual no ocurrió. La niña estaba en ese momento sola y se encontraba cerca de un centro de alimentación de Naciones Unidas El hecho sucedió durante una de las hambrunas que asolaron la región de Darfur y el sur de Sudán en los años 90. Carter se justificó durante el discurso de aceptación del premio diciendo que la niña pudo llegar por sus propios medios al campamento de la ONU. Poco después declaró: “es la foto más importante de mi carrera pero no estoy orgulloso de ella, no quiero ni verla, la odio. Todavía estoy arrepentido de no haber ayudado a la niña."

Versiones y detalles aparte, Carter fue duramente criticado por no haber renunciado a la foto, recogiendo a la niña para salvarla. El éxito y la crítica le persiguieron, se pasó a fotógrafo de naturaleza y al cabo de dos meses se suicidó.

Desde el principio la cuestión se planteó por los propios medios que convirtieron la foto en icono como un asunto de moralidad pública, incluyendo la sección utilitarista propia del mundo anglosajón. Sin embargo y desde ese punto de vista de la utilidad, Carter salía indemne del proceso y ganador, puesto que obtuvo más beneficio para la comunidad (africana, con alimentos; occidental, con satisfacción) en forma de ayuda internacional que si se hubiera limitado a rescatar a la niña, supuestamente moribunda. Los moralistas que le criticaban negaban a su vez la autonomía individual de la moral en cuyo nombre hablaban. A Carter se le exigía ser ejemplar cuando sin la foto no hubiera podido serlo porque nadie lo hubiera conocido. El carácter virtuoso para la comunidad de la acción de salvamento que le reclamaron excluía el valor de la noticia como testimonio de un hecho. Al propio hecho, la agonía de la niña y el buitre dispuesto a devorarla, se le negaba su autonomía para imprimirle un valor moral ajeno. Esta tragedia protagonizada por un fotógrafo y unos medios ambiciosos y una comunidad escandalizada, ¿tiene límites? ¿Es legítimo que Carter hubiera preparado la escena hasta extremos más morbosos, como la muerte de la niña?




(*) Publicado en Nickjournal el 25 de febrero de 2010

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16 de marzo de 2010

Comunidades

(*) ¿Qué define a una comunidad hoy? Así se subtitula una exposición sobre tres fotógrafos y pintores. Una excusa para hablar del nuevo tipo de comunidad, aunque tenga que ser improvisadamente. Empiezo por descartar los conceptos y modos tradicionales de formación de la comunidad: familia, clan y pueblo (o cualquier forma premoderna), de intereses (vecinos, propietarios) o creencias (religiosa o secta), con su origen y medio de relación físico como denominador común. Lo que ha cambiado y define a la comunidad hoy es el tipo de vínculo y el medio por el que nacen y se mantienen. Parecen más electivos: amigos, conocidos o socios de cualquier actividad se buscan y desechan por internet. Se intercambian con rapidez. Comunidades móviles inicialmente formadas por elección y con un resultado final -como conjunto- caracterizado por el azar, el cual convierte al individuo en indiferente, supeditado a la comunidad, ésta a su vez indistinguible. Rostros, modos de vestir y comportarse intercambiables, protocolos de relación homologados, todos iguales. Se bautizan como democráticas. La intimidad desaparece en beneficio de la comunidad. Vuelta al clan, esta vez difuso.

Jim Torok: Trenton Dayle Hancock, 2008

Jim Torok: David Brody, 1999

Jim Torok: Doble autorretrato, 2002

(*) Publicado en Nickjournal el 12 de febrero de 2010.

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13 de marzo de 2010

Historia vs. literatura

(*) Un personaje histórico se convierte en literario por obra y gracia de un gran escritor. Chateaubriand extirpa a Mirabeau de la Historia con una incisión profunda en su genio y contradicciones. Como hombre público, lo califica de “tribuno de la aristocracia, diputado de la democracia” y encuentra en él, por el origen florentino de su familia, al hombre extraordinario que reúne “el espíritu republicano de la Edad Media de Italia y el espíritu feudal de la Edad Media francesa”. Dos periodos históricos cuyas lacras y grandezas se manifiestan en la Revolución de 1789 a través de la acción del orador del pueblo: “En medio del espantoso desorden de una sesión [en la Asamblea], lo he visto en la tribuna, sombrío, feo e inmóvil; recordaba al Caos de Milton, impasible y amorfo en medio de su confusión” (Memorias de ultratumba, Libro V, capítulo 12).

(Mirabeau, por Joseph Boze)

El cambio del género histórico al personaje literario Mirabeau continua con la descripción de sus rasgos: “[su] fealdad, las señales dejadas por la viruela en el rostro del orador, (…) la naturaleza parecía haber moldeado su cabeza para el mando o para el patíbulo, tallado sus brazos para estrechar fuertemente a una nación o para raptar a una mujer”. De su carácter destaca que “sacaba su energía de sus vicios”. Chateaubriand coincide con Mirabeau en un banquete ofrecido por la nieta de Voltaire, la marquesa de Villette, y continúa su descripción paradójica –león con cabeza de quimera- a cuento de la egolatría del personaje: “Este hijo de leones, siendo él mismo un león con cabeza de quimera, este hombre tan positivo en los hechos, era todo él novelesco, todo poesía, todo entusiasmo para la imaginación y el lenguaje”. De su conducta, en la época en que la corte francesa tentaba sus cabezas tras la toma de la Bastilla, pero antes del Terror, dice: “no hacía del homicidio un acto sublime de la inteligencia; no sentía ninguna admiración por los mataderos y muladares”.

La gloria de Mirabeau fue efímera, como la fama suele serlo ahora, pero acompañada del honor que diferencia a ambas. En cambio, el rapto de género es una constante a lo largo de la historia. El visto en artes mayores tiene su paralelo en un salto de menor calibre pero de la misma naturaleza en la traducción de una lengua a otra. Para ambos rige que nunca se domina lo suficiente el género ajeno o la lengua extranjera como para que el traslado sea impune. Hay que robar e inventar para que sea creíble y no se pierda nada sustancial en el viaje. La traducción tiene más de boda robada entre autor y traductor que de traición. Cuando muere el traducido, el viudo hereda. Baudelaire da lo mejor de sí traduciendo a Poe e intenta ser “su heredero en todo”. Esa devoción se muestra en sus traducciones minuciosas de las Historias extraordinarias o de las Aventuras de Arthur Gordon Pym, que hacen popular a Poe en Francia (y, de paso, lo harían en España). La fascinación de Baudelaire por Poe comienza en 1847, dos años antes de la muerte de éste, y dura hasta 1865, año en que termina la traducción de Historias grotescas y serias y, por cierto, también dos años antes de su muerte. Una simetría seguramente no querida por dos espíritus desordenados. La tendencia común de ambos hacia la melancolía, el gusto por lo sobrenatural o la atracción por lo oculto son puentes para el contrabando de género entre el cuento de Poe y la poesía de Baudelaire

Termino aquí dejando abierta esta ocurrencia a otros ejemplos o impugnación general, si procede. Y por hacer caso a Montaigne, que se adelanta en más de cuatro siglos a nuestra época: “Deberían tener las leyes un poder coercitivo contra los escritores ineptos e inútiles, como lo tienen contra los vagos y maleantes. (…) La grafomanía se ha convertido en un síntoma de un siglo salido de madre.”

(* Publicado en Nickjournal el 11 de febrero de 2010).

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12 de febrero de 2010

Connellsville, Pennsylvania

(*) Connellsville no tiene nada extraordinario que ver; no hay atractivos turísticos ni placas que los interpreten. Así que tampoco hay fotos. Pero su aparente falta de interés incurre también en la inversa del tópico turístico, la de la postal. El pueblo es un lugar de paso en el que sólo se para cuando te cae la noche encima en invierno. En los alrededores está la Casa de la Cascada, de ese arquitecto famoso que además de tener ideas nuevas sabía de estructuras y usar la regla de cálculo. Desde él no se han vuelto a utilizar las horizontales como renglones sobre los que andar sin preguntarse si uno está desfilando. También están cerca las tierras de Laurel, un parque natural donde acude la turba de ciudad a circular por senderos, ríos y programas de aire regulado.

Connellsville es un pueblo sin fama al que la cercanía de esos lugares concurridos ha vacunado contra los curiosos. Se defiende de ellos con la última serrería, un puñado de talleres y un diner repleto de trabajadores blancos que abre a las seis de la mañana y sirve desayunos estilo amish a parroquianos que dividen su aburrimiento entre demócratas y republicanos. Las especialidades amish se deben a la comunidad de esa devoción de Smicksburg-Dayton y consisten en engrudos de avena que ningún vecino se atrevería a calificar de pintorescos o étnicos, como sí lo haría un turista. Pero ese paisaje se dejaría ver por la mañana, entre una niebla coherente.

En un bar de carretera secundaria pregunto por algún lugar donde alojarme a unos jóvenes que van a sosegar en cerveza las décadas que les quedan por vivir aquí. Como si fueran sociólogos de telediario me informan pletóricos de variedad que hay tres tipos de alojamiento: puticlubs, meublés y moteles decentes, haciendo énfasis en lo piadoso del adjetivo. Me aconsejan uno de estos, más por guardar su propia reputación que por querer comprobar la mía. Recalo en un motel de 50 dólares la noche regentado por una mujer oscura que con el recuerdo resultaría ser negra. En la tierra de la libertad me recibe una descendiente de esclavos.

El cuarto de recepción es un remedo de la Casa Blanca, con un despacho oval en el que cultiva plantas tropicales y dos alas simétricas con sendas puertas de vaivén que dan a unos porches sombríos de los que huyen las habitaciones superiores. Los finos llaman a esa timidez de los pisos retranqueo. De la pared tras el mostrador cuelgan dos cuadros que enseña orgullosa, uno del general Washington y otro de ciervos, bosque y río. El primero es una copia del famoso y del segundo dice que lo ha pintado ella misma. A estas horas, sea. Ambos impresionan poco pero juntos guardan una inesperada y justa proporción entre los impulsos de progreso y naturaleza que unen a esta gente. Suelta un emotivo discurso sobre el primer presidente que demuestra tanto la falta de huéspedes que la escuchen como el arrobo del pueblo americano por sus fundadores. A diferencia de nosotros, estas gentes retornan al pasado para tener ídolos útiles, tanto como los jugadores de béisbol. Retornan como si esos pioneros fueran vecinos de mérito y fortuna pero no se retrotraen, como los cacofónicos europeos. Lo suyo no es añoranza de santos sino ganas de tener a quien jalear y emular.

De ese pasado y del presente de paisanos borrachos se defiende la patrona con su querencia por la geometría de su oficina y la pasión por la selva tropical de su interior, lo único que ha crecido en los treinta años que dice llevar al frente de esta fonda de carretera .Dos infiernillos calentando las plantas y una luz que permite distinguirlas son lujos que se echarán de menos en la habitación. También dice necesitar un jardinero de interior, como ella llama a un ayuda de cámara servicial para con sus caprichos, puesto que me ofrece y declino, como la noche.”

(*) Publicado en Nickjournal 28 de enero de 2010.

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25 de enero de 2010

Nashville, Tennessee


(*) En Nashville hay más mendigos que clubs de música pero algo menos que decibelios escupen éstos a su concurrido downtown. Los mendigos se concentran alrededor de la neoclásica biblioteca pública como si quisiesen compensar su discreta miseria con la solemnidad del edificio. Los motivos siempre son más prosaicos y fabrican los hechos: la biblioteca abre a las 9 y ofrece lavabos, retretes y calefacción gratis después de la helada. A cambio, los mendigos fundan refranes, pues con ellos se hacen nuestros "A buen hambre no hay pan duro" (beggars can't be choosers), "No se puede pedir la luna" (if wishes were horses, beggars would ride) y "Das la mano y te cogen el brazo" (set a beggar on horseback, and he'll ride to the devil). Con estos proverbios de rebajas del espíritu no se sabe si el mendigo es el límite real a nuestra fantasía o nosotros su sueño.

Esta ciudad oficial de la música country tiende a acaparar el género, reivindicando el origen del bluegrass con una partida de nacimiento en el exterior del Ryman Auditorium, gigantesca fábrica de ladrillo rojo construida para oficios religiosos y hoy consagrada al country. En diciembre de 1945 y al calor de la renovación que la II Guerra Mundial trajo al país, Bill Monroe y su banda crearon ese nuevo estilo musical que también reclaman para sí Virginia y West Virginia, con codazos de Kentucky, y que un pacto tácito nombra como música de los montes Apalaches. Parto de los montes no respetado, por supuesto. El caso es que a la mandolina de Bill Monroe se unió el violín de Chubby Wise y el bajo de Howard Watts para formar The original bluegrass band, la cual sirvió de modelo a las que le siguieron. Aquí su Blue Monn of Kentucky:


Hoy, para escuchar buena música hay que salir del masificado centro turístico, salvar seis millas de cordón sanitario contra el rock-punk-country que domina la escena oficial desde los 90 y llegarse hasta el Bluebird Cafe, donde a cambio de magníficos grupos es obligado sumergirse en una liturgia de devoción hacia los cantautores que por allí pululan. Con algo de esfuerzo y la oportuna ayuda de la helada nocturna, el turista avisado puede recuperar el laicismo en un lógico santiamén. Más cómodo resulta recuperar a Willie Nelson, que no se durmió en los cánones del country clásico y fundo el estilo outlaw, un sonido influido por el rock’n roll. Fiel a su invento, le embargaron el rancho y el estudio que tenía en Nashville por fraude fiscal millonario. Con los restos comprados en una subasta se ha hecho un museo dedicado al innovador cantante, hoy promotor del biocombustible BioWillie. Su Crazy recuerda el Blue Velvet de David Lynch y la calma que destila la ciudad su primera escena, la de los bomberos amigos desfilando.


Nashville es también ciudad de valores y homenajes a la historia. En el Centennial Park hay una reproducción del Partenon, en mejor estado que el original, y se conmemoran virtudes guerreras, de la II Mundial: diez monolitos con subtítulos y fotos que las interpretan hacen guardia a gratitud, triunfo, coraje, convicción (“el milagro de la producción industrial”, no la necesaria para la batalla), terror (el ajeno, por supuesto), ultraje (Pearl Harbour), resolución, valor, fortaleza y victoria (foto de la bomba atómica de Nagasaki). Otro patrimonio de la ciudad es el origen del Ku Klux Klan, fundado aquí en 1868 y que tiene su oficial contrapunto en el museo estatal, donde se enseña que el movimiento abolicionista es más antiguo, de 1797. Y mala comida, surtida a granel en el plato típico meat-and-threes, que pretende salvar un restaurante con nombre de periódico, The Standard, cuyo cambio de sede no mejora el resultado. Y Dolly Parton, la hija más famosa del este de Tennessee, cantando a dos chicas que compiten por el mismo novio:


A Nashville se llega desde Chattanooga si se acerca uno desde el Este o desde la orgullosamente sureña y aristocrática Atlanta. Si no, se da un rodeo y se visita esta ciudad de paso, galardonada con el título de la más sucia de América en los sesenta. Después aplicó la ley y el presupuesto de las compensaciones y hoy tiene un centro peatonal y kilómetros de senderos junto al río Tennessee, que la atraviesa envolviéndola en meandros de un gris nostálgico de su época industrial. Chattanooga está en la confluencia de tres Estados, Georgia, Alabama y Tennessee y sólo unas leguas por debajo de la frontera de la guerra civil entre el Norte y el Sur, probablemente la única con un piadoso más que aséptico nombre geográfico. Como corresponde a su situación, surgió como estación de tren de la Western and Atlantic Railroad. Glenn Miller le dedicó su Chattanooga-Choo-Choo, una canción con el frenesí y la fe en el progreso propios de la época que evoca:


(*) Publicado en Nickjournal 4 de diciembre de 2009

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5 de diciembre de 2009

Velando armas contra los símbolos

(*) La ventaja de comentar una noticia caducada es tener que destripar su tendencia, so pena de estar hablando de un cadáver. Esto sólo vale cuando la noticia no ha sido amortizada, o sea cuando no es un hecho aislado. Y sucede cuando pertenece a un género, en este caso al de las religiones, creencias y su reino público.

La cosa sucedió hace unas semanas. Un juez, situado por los medios y la creencia popular en la vanguardia moral de una sociedad, expulsa de la Sala a una abogada musulmana por llevar un pañuelo cubriéndole la cabeza en el ejercicio de su función. La cuestión es en nombre de qué lo hace puesto que no lo hace en nombre del laicismo, es decir, de un conjunto de normas, usos y costumbres vigentes y socialmente aceptados y practicados, como en Francia. Pero el laicismo no es religión de estado en España. Así que no la expulsa como representante laico porque no puede remitirse a ninguna norma adoptada por razón, no por fe circunstancial. En su lugar, descanso: el juez es ejemplo del paganismo que reina en su país por encima de la religión y el estado, hasta el punto de que parte del éxito de la Iglesia Católica se fundó sobre su adaptación a lo pagano. El pagano ignora que la frontera entre lo público y lo privado no es física ni se sitúa en la función de cada uno, puesto que uno en la plaza no es disociable en la vida moderna, sino que es un equilibrio inestable entre ámbitos móviles sólo regulado por el respeto y la duda. La sustitución de norma, respeto y duda por creencia e imposición personal, por muy compartida que esté ésta, es idolatría a valores tribales y pasto de confusión, en el cual campa a sus anchas el poder. Además de que la idolatría es de fidelidad muy variable, en función de los réditos que ofrezca el ídolo en cada momento. De ahí que la decisión del juez no sea una batalla de una guerra de símbolos sino un símbolo más de una guerra entre tribus, por muy larvada que esté por el moderno confort. La comunidad vista como aldea regresa y suple al laicismo pretendiendo actuar en su nombre.

Lo que hace el juez es velar el símbolo del pañuelo con una vigilancia feudal en la que sólo la ley del más fuerte impone una comunidad a otra y excluye al vencido. El ritual de la decisión del juez es mágico porque sólo él puede conocer su motivo y proceso, dejándonos la interpretación sólo como descifre, forzosamente aleatorio. Los propagandistas del nuevo dogma convierten cualquier discusión sobre el asunto en artículo de fe, excluyendo la razón contraria: Marc Carrillo concluye su artículo El crucifijo viaja a Estrasburgo con una afirmación lapidaria que anula sus argumentos anteriores: En fin, con este viaje del crucifijo a Estrasburgo se asientan mejor las bases de una sociedad más libre de talibanes de toda especie y condición. El infierno siempre son los otros. Lo que empieza como razonamiento en su artículo se transforma en una verdad impecable, que como tal es sospechosa de ser una mentira encubierta. Si es o parece inapelable es que no admite contraste ni, por tanto, razón.

En cambio, la fuente es más digna de atención: la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, de 3 de noviembre de 2009, sobre el caso Lautsi contra Italia, por el que el Estado italiano ha sido condenado por daños morales a propósito de la exposición del crucifijo en un colegio público. Al final, sólo ocurre una sustitución de símbolos visibles –y por tanto reconocibles e impugnables- por otros invisibles y más difíciles de identificar y combatir. El derecho a no creer en ninguna religión que funda la sentencia debe incluir los ídolos, como ella misma reconoce al extender esa libertad a prácticas y símbolos que expresen una creencia, religión o ateísmo.

(*) Publicado en Nickjournal, 19 de noviembre de 2009.

20 de noviembre de 2009

La cara sin circunstancias


Robert Bergman, Untitled, 1993 y 1989.

(*) Estos tipos no tienen pinta de haber conseguido averiguar qué podía hacer su gran país por ellos, ni siquiera de habérselo planteado. Tampoco son del todo responsables de su cara, por lo que no han podido hacer por su país más que ponerlo a un lado, en evidencia ajena, tanto como a ellos mismos.

Las miradas de la mujer y el hombre son tan descarnadas y anónimas como la del fotógrafo. Éste demuestra su intención de llegar directamente a los personajes (hay personaje desde el momento en que hay foto expuesta públicamente) al no identificar a los sujetos, al no nombrarlos con un título ni dar pista alguna sobre su paradero o el lugar donde fueron tomadas. Incluso la única marca de las fotos, el año, no es más que un recurso personal para ordenarlas, sin alterar por tanto la otra noticia que dan estos rostros: su constancia en el tiempo. Despojados de nombre, tiempo, lugar y posición social, quedan fuera de la Historia y por tanto libres para mostrar lo que son y hasta donde han llegado. (El por qué sólo lo saben ellos y la interpretación de quien los mira). Sin pie de foto, dan más pie a hablar de ellos. Así, dejan particularmente libre al espectador, solo con sus propias referencias y dando lugar a la opinión. Sin información ni historia no hay categorías: tanto los tipos como sus mirones son accidentales. Sin huellas sociales, aparece el rostro personal. No dan testimonio de nada que no sea ellos mismos, por lo que el espectador no tiene por qué ser testigo de cargo, sólo mirón. No reconociéndolos, nos reconocemos en ellos como lo que son y somos: gente ordinaria, por encima de individuos, que también.

El hecho de que el retrato se limite al rostro (o a medio cuerpo, en otros casos), ocultando deliberadamente cualquier otro elemento personal o de su entorno, convierte las privaciones que muestra cada expresión en algo personal, liberándolos de cualquier interpretación al uso de la miseria. La intencionada saturación de color de las fotos es un recurso más introspectivo que expresionista, un espejo más que un escaparate. Al centrarse en el rostro y su expresividad el sujeto es central, no marginal. El énfasis del fotógrafo en la pérdida, la tristeza o el daño que reflejan esas caras es un modo de devolverles la personalidad que las circunstancias -neutras e irrelevantes para el espectador- les quitaron.

La serie Los Americanos de Robert Frank marcó desde el principio la trayectoria artística de Bergman, el cual siguió como un mandamiento la norma de Frank de que el artista debía tener una visión personal basada en el sentimiento y la intuición. Sin embargo, este énfasis en lo privado no evita un trabajo documental implícito sobre el país que ayudó a producir esas caras. La elección de personajes marginales como protagonistas y la utilización expresiva del color prueban ese resultado documental, aunque no sea la intención del fotógrafo.

(*) Publicado en Nickjournal 26 de octubre 2009

30 de octubre de 2009

Noticia de la mentira

Juan Muñoz: Last Conversation Piece (1994-1995), Hirshhorn Museum

(*) Periodismo, política e historia comparten la atracción por la mentira como una de las materias primas de sus respectivos géneros. La fascinación de la mentira va más allá de su condición moral y está unida a su carácter escandaloso. Atrae a un público necesitado de proveedores de imaginación, aunque ésta no surte efecto hasta que consigue desmentir los hechos, des-hacerlos. El éxito de la mentira necesita de su repetición, que tiene pretensiones de mantra, de liberación del pensamiento que confunde a la mente y del tedio de lo real que abruma la vida de los hombres. Su constancia es como un rezo, una invocación a alguna divinidad inapelable que evite su contraste con los hechos.

Tramar historias con la mentira como tejido tiene la virtualidad de las artes, cuyas obras son un fracaso y resultan inverosímiles cuando se pliegan a los hechos. En La decadencia de la mentira, un tratado paradójico sobre el asunto, Oscar Wilde dice que “es un deber ineludible intentar la renovación del antiguo arte de la Mentira”. No se refiere a la mentira utilitaria que practican los padres en la educación de los hijos o los políticos en el manejo de las masas para domesticar ambas generaciones, sino a “la única forma de mentira que está absolutamente fuera de reproche, la de mentir por mentir, [cuya] manifestación más alta es la Mentira en el Arte”

La mentira política moderna no consiste en faltar a lo prometido o traicionar un pacto, prácticas cuya moralidad está más que amortizada, sino en fabricar una ilusión que supere a los hechos de la plana realidad, triste por mala reputación. Palabra y lealtad exigen demasiado tiempo para poder comprobar su vigencia y se convierten en lastres para una política cuyo éxito depende de la repetición de imágenes y mensajes instantáneos, por tanto efímeros y sustituibles por otros de su misma naturaleza. La doble representación en que consiste la política, la teatral y la formal delegación de poder de los electores, necesita un escenario donde la mentira sea un papel más de los actores y un recurso de la ficción.

Sólo en aquellos países de cultura protestante, donde mentir es pecado, la mentira política es religiosa y puede incapacitar a su autor por traicionar la conducta pública que de él se espera. La mentira pública coincide con el pecado en que no prescribe y ese carácter indeleble aumenta su leyenda. Ambos necesitan del perdón para redimirse, aunque no para ser olvidados. En cambio, se diferencia de él en que su contrario no es la verdad (la virtud) sino el hecho. Las mentiras iniciales de Clinton sobre su relación con Monica Lewinsky y de Ted Kennedy sobre el accidente de Chappaquiddick rompen el carácter ejemplar que se atribuye al personaje público pero a la vez desatan su leyenda humana. La ficción moral es sustituida por la ficción popular. En la mentira pública, descubierta por los medios y esperada con fervor por los espectadores, hay un poder laico y liberador del libreto del personaje pero su proceso de denuncia y redención por confesión es religioso. El objeto no es tanto restaurar el hecho como la vuelta al redil. El mismo mensajero que explota sus engaños, el periodismo, se encarga de recuperar y entronizar los sucesos, quedando en medio las historias inventadas como inútil intento de transgresión pero útil alimento del público.

La mentira se diferencia del delito en su vigencia y en su dificultad para ser codificada, quedando así exenta de la ley y de la medida del tiempo. Mentir sobre el pasado no tiene escapatoria pero hacerlo respecto al futuro desacredita al acusado, puesto que no admite prueba en contrario. Ésa es la utilidad de la acusación del senador Joe Wilson a Obama y por eso la hace en el momento más débil de su discurso sobre la reforma sanitaria ante el Congreso, cuando el presidente promete que los inmigrantes ilegales no tendrán asistencia sanitaria garantizada (que no provista) por el gobierno. El senador añade dos notas que aumentan el poder de la inculpación: califica su acto de "espontáneo", asociándolo a la sinceridad que se suele atribuir a la intuición, y su disculpa es personal, ante el presidente y no ante el Congreso, evitando el templo que podría acusarlo a él mismo de mentiroso. Wilson es un artesano de la mentira.

(A estas bajuras huelga decir que lo anterior no tiene muchos visos de ser cierto)

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