15 de diciembre de 2008

Imaginación y libertad

(*) ¿Qué respondería usted a una hipotética y trasnochada encuesta sobre el realismo socialista? Algo de esa displicente huida que está pensando hizo Picabia al hurtar el bulto con la elegancia de un poema. Cierto que eran tiempos más duros y maniqueos, 1953, aunque no más dogmáticos, en los que la escapatoria cultural en la Francia del mundo libre era difícil. El título de la encuesta, encargada por la revista Preuves para su suplemento sobre “Problemas del arte contemporáneo”, se las traía; era tan largo, férreo y sin matices como un tren de posguerra: “El espíritu de la pintura contemporánea. Encuesta sobre el Realismo socialista”. Y la pregunta final, como una condena sin redención posible, rezaba: “En conclusión, ¿acepta o rechaza usted el Realismo socialista?” Con mayúscula, puesto que de altares iba la inquisición. Como ahora, sólo que entonces no eran móviles. La respuesta fue:

- ¿Cree usted que un hombre pueda
aprender a tener hambre y sed?
- Dónde se acaba el arte,
dónde comienza la vida,
soy el poeta de mi vida,
alquimistas
astrólogos
brujos
hambre y sed
de mi propia vida
para fortificarme
¿cree usted que me interesa
que el hombre pueda aprender
lo que saben los demás?
Un poema debe ser lo que
todavía no existe,
lo que no tiene valor
como la naturaleza
que no tiene valor por sí misma.

En esos tiempos previos a la revuelta de la imaginación al poder, Picabia reivindica la imaginación como liberación del yo y del mundo, al contrario como Sartre entendía la misma. Para éste suponía una doble anulación de ambos: “La imaginación es la mediación inconsistente que enlaza a Narciso consigo mismo.” Hasta aquí todo tan aparentemente maniqueo, despejando enemigos feos, como el tiempo y actores que se retratan. Pero hace falta una parada con escasa fonda para contemplar un panorama sorprendente. Porque no le faltaban dotes adivinatorias al serio de Sartre: su diagnóstico se cumple cuando la imaginación es su propio fin, no una mediación consistente entre realidades sucesivas que ella misma crea. Cuando es su propio fin, es también su final. Lo de un fin en sí mismo, vacuo y banal por naturaleza, sucede ahora mismo en parte del arte. O en la economía, con las vergüenzas que ha puesto en evidencia la crisis financiera, llevando la circulación fiduciaria al extremo de desmerecer su nombre, su crédito y confianza originales. El camino que va de los productos tan derivados que se emancipan y matan a su “subyacente” a las titulaciones sucesivas de un mismo activo cuyo valor aparcan en el olvido, es una explosión de imaginación. Esa explosión suprime la libertad porque hace imposible la garantía, que es el reconocimiento público del valor de la prenda en danza, y la confianza, un contrato sólo posible entre iguales.

De eso iba la respuesta de PIcabia: contestaba libertad a una pregunta que, pretendiendo apropiarse de ella, la negaba. Que un hombre no tiene por qué aprender a tener hambre y sed, es una declaración de libertad. Significa que no tiene por qué adoptar la privación como costumbre impuesta, como conciencia objeto de mercadeo, porque se lo diga el Realismo de Mercado. Mercado que, como el Realismo socialista de la encuesta disciplinante, se lleva mal con la libertad. Cierto que en el límite, que cuando es imperfecto se amanceba con ella, pero a él nos hemos acercado.

Francis Picabia, Machine tournez vite (1916-18)

(* Publicado en NickJournal 27 noviembre 2008)

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10 de diciembre de 2008

Pelea de gallos (y II)

(*) Resumen de lo publicado: Cinco personajes sin ningún destino.
Resumen de lo sucedido: Nada.

*****

El segundo personaje es el dueño del otro gallo en liza. Obsesionado por mimetizarse con su animal, viste un ajado chaleco pata de gallo con pechera jaspeada y pantalones de tubo con apresto de mugre amarilla. Consigue un cómico efecto de ferocidad con sendas fundas de acero roído que calza en sus colmillos superiores, a las que el óxido del tiempo les da un aire de pobreza estancada. Completa su estampa de astracán con el pelo cortado al cepillo en una cresta roja, habitualmente tan lacia como su futuro, las sienes rapadas con mataduras de navaja mellada y patillas en pico pintadas, las cuales apuntan la misma tendencia a desaparecer que su dueño cuando pierde y suda. De su cuello cuelga una increíble marioneta destartalada, rescatada de los despojos de algún teatrillo negro de gitanos, cuyas articulaciones rotas la hacen moverse de forma atormentada al compás del triste ritmo de su dueño.

Tuvo que abandonar su anterior oficio de cirujano plástico cuando le arruinó la cara y un ojo a la reina de las fiestas patronales, un adefesio de pago paternal que era su mejor cliente en su obsesión por casarse. La chapuza fue fruto de su espíritu místico de trabajo minucioso, pues mientras afilaba los instrumentos con una parsimonia digna de amante el ácido para rebajar los granos fue haciendo su efecto sobre el rostro de la aspirante a bella, amordazada a petición propia en probable cumplimiento de un deseo sexual. Ella no llegó nunca a ramos de bendecir y él la consolaba con un amor callado, tan sórdido y ocasional como absorbente para los dos. A raíz de la persecución que sufrió rige su vida por tres principios: uno moral, despojar a sus actos de toda pretensión épica, ambición profesional y avaricia; otro lógico, el anonimato constante, entregándose al azar de cualquier causa imprevisible y marginal, y el tercero, estético, procurarse un aspecto de trapo robado que llame la atención de los rivales.

De esa guisa y siguiendo una vieja querencia por el orden público, sobrevive prestando dudosos servicios como confidente de la policía municipal y distrae la necesidad con otros expedientes de miseria, entre los que destaca la venta de objetos litúrgicos robados y el atraco ocasional a beatas inoportunas. En estos lucrativos menesteres lo introdujo su ahora amigo, entrenador y masajista del gallo, un sacristán bujarrón al que conoció ganándole una pila bautismal en una noche de apuestas desesperadas. De mal cuajo le exigió disponer de la prenda al amanecer, so pena de cortarle una oreja con un bisturí de recuerdo que escondía en la bota, para lo que el monaguillo fanfarrón tuvo que recurrir al marmolista del cementerio vecino, el cual exigió en pago por el trabajo nocturno de segado la lápida de un obispo segundón que pavimenta con roña de abandono una capilla lateral consagrada como trastero.

... El retraso que la sucesiva presentación de personajes y relato de breves historias produce cada día en el inicio de la esperada pelea de gallos le causa tal desazón al dueño de la mercería que cada amanecer se despierta bañado en una angustia helada y ya cómplice, pero aliviado por el fin de la pesadilla. Aunque, con terco empeño, se promete convocar de nuevo la lucha cada noche, con la pasión y el morbo del buen aficionado a las ilusiones y la mala fortuna del jugador sin carácter. Incapaz de desprenderse de esa costra, los personajes e historias que inventa con vieja puntualidad le están sustituyendo y son ya las huellas dactilares de una ambición cuyo metódico fracaso parece haber expulsado toda forma de acción de su vida.

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8 de diciembre de 2008

Pelea de gallos (I)

(*) Su verdadera afición por las peleas de gallos se desató con fuerza cuando empezaba a ir mal la tienda de paños y mercería que regentaba en una calle lúgubre del casco antiguo de la ciudad con su mujer, una rolliza y animosa pueblerina de antiguos y ya rancios posibles que enseguida se encargó de las apuestas, de sisar los cuartos cuando no se daban cuenta a los jugadores novatos y de subastar sus dudosos favores sexuales a los veteranos con más imaginación.

Fue entonces cuando pensó en darle un uso más útil a la trastienda desvencijada donde almacenaba un género áspero y chillón pasado de moda, un pequeño alambique ya en desuso del que no llegó a sacar nunca más que unas cuantas botellas de ginebra peleona pero que le curaba las encías y un resto arrumbado de esperanza, oxidado por su falta de generosidad y clientela. Montó el cuadrilátero con tablones publicitarios robados a la caja del motocarro que usaba el chamarilero del barrio vecino, dejándolo reducido a un grotesco cabriolé. Preside el endeble tinglado un cartel de Nitrato de Chile manchado por un artista local pariente del concejal de cultura, que fue distraído del museo de la ciudad por el ordenanza que hace las veces de portero en las peleas de fin de semana, las más concurridas y rentables. Completa el escenario un amplio arnés de cartón colgado de la pared frontal con vistosas chinchetas de colores y sobre el que se despliega como una araña digna una vieja toquilla negra de macramé hecha de ganchillo, la cual hace pasar como un mantón de Manila orgullo de la familia ante los parroquianos más pánfilos. Uno de éstos le aconsejo la necesidad de contar con un logotipo que diera una imagen moderna al incipiente negocio, para lo que eligió un pequeño marco de madera en el que se incrustan simétricos y en dos sobrias filas los cinco aros olímpicos, hechos con bocas de condones pintados a mano, aprovechando la moda reciente de ver los Juegos por televisión.

El primero de los propietarios de los gallos que hoy luchan es un organillero ambulante y malencarado que responde al apodo de El Cuervo, tanto por su aspecto hosco que acentúa una nariz ganchuda y huésped como por sus respuestas secas como trallazos a cualquiera que le incomode y la voracidad que muestra al azuzar a los animales en plena pelea. Va tocado con un extraño sombrero puntiagudo, más cerca del gorro de dormir que del tocado frigio o del bonete propio de un juglar, consiguiendo un efecto tan anacrónico como eficaz para su propósito de distraer al rival cuando arma con alcohol y azufre los espolones metálicos de su gallo. Para completar la maniobra lleva siempre sobre el hombro un mono pequeño, pacífico y de cara agria que es el primogénito de la decimoquinta generación de una famosa dinastía de congéneres tan hábiles en proezas circenses como en juegos de mesa. El animalito de El Cuervo, por nombre Vladimir en honor de la remota infancia como niño de Rusia de su dueño, fue enseñado a jugar al dominó en parejas, rara y admirada especialidad muy popular, por su amaestrador, Tortiev, una leyenda de esos circos humildes y en miniatura que, procedentes del Este de Europa, se instalan todos los inviernos en la ciudad, en solares de cochambre rotos de charcos y corroídos de olvido por las autoridades municipales.

El maestro Tortiev había ascendido en su larga carrera desde la pionera doma de pulgas a adiestrar animales de soledad y brasero como chihuahuas, gatos, hámsters, caracoles y urracas, y completaba su vocación con la de presentador y cartel publicitario del circo, para lo que cuidaba su imagen con un gesto presumido que era la única concesión al lujo que su nostalgia le permitía: en cada sesión se pintaba la pupila de su ojo de cristal con un color fosforescente que hacía juego con el momento del día en que se celebraba, fuese matiné, de tarde-noche o golfa. Estaba casado y formaba pareja artística con una enana trapecista y gimnasta que, vestida con un traje ajado de lentejuelas de muñeca y armada con una mirada bizca y descarada, dominaba tanto los aparatos -anillas, barra fija y paralelas, plinto bajo, potro recortado y tarima- como las suertes del oficio, desde el doble volantín sin red al giro vertiginoso de su cuerpo al desdoblarse la cuerda enrollada de la que colgaba sujeta por la boca, causando desde su audacia y columpio de juguete un estupor libre de toda compasión en el público.

(Continuará)

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