30 de octubre de 2009

Noticia de la mentira

Juan Muñoz: Last Conversation Piece (1994-1995), Hirshhorn Museum

(*) Periodismo, política e historia comparten la atracción por la mentira como una de las materias primas de sus respectivos géneros. La fascinación de la mentira va más allá de su condición moral y está unida a su carácter escandaloso. Atrae a un público necesitado de proveedores de imaginación, aunque ésta no surte efecto hasta que consigue desmentir los hechos, des-hacerlos. El éxito de la mentira necesita de su repetición, que tiene pretensiones de mantra, de liberación del pensamiento que confunde a la mente y del tedio de lo real que abruma la vida de los hombres. Su constancia es como un rezo, una invocación a alguna divinidad inapelable que evite su contraste con los hechos.

Tramar historias con la mentira como tejido tiene la virtualidad de las artes, cuyas obras son un fracaso y resultan inverosímiles cuando se pliegan a los hechos. En La decadencia de la mentira, un tratado paradójico sobre el asunto, Oscar Wilde dice que “es un deber ineludible intentar la renovación del antiguo arte de la Mentira”. No se refiere a la mentira utilitaria que practican los padres en la educación de los hijos o los políticos en el manejo de las masas para domesticar ambas generaciones, sino a “la única forma de mentira que está absolutamente fuera de reproche, la de mentir por mentir, [cuya] manifestación más alta es la Mentira en el Arte”

La mentira política moderna no consiste en faltar a lo prometido o traicionar un pacto, prácticas cuya moralidad está más que amortizada, sino en fabricar una ilusión que supere a los hechos de la plana realidad, triste por mala reputación. Palabra y lealtad exigen demasiado tiempo para poder comprobar su vigencia y se convierten en lastres para una política cuyo éxito depende de la repetición de imágenes y mensajes instantáneos, por tanto efímeros y sustituibles por otros de su misma naturaleza. La doble representación en que consiste la política, la teatral y la formal delegación de poder de los electores, necesita un escenario donde la mentira sea un papel más de los actores y un recurso de la ficción.

Sólo en aquellos países de cultura protestante, donde mentir es pecado, la mentira política es religiosa y puede incapacitar a su autor por traicionar la conducta pública que de él se espera. La mentira pública coincide con el pecado en que no prescribe y ese carácter indeleble aumenta su leyenda. Ambos necesitan del perdón para redimirse, aunque no para ser olvidados. En cambio, se diferencia de él en que su contrario no es la verdad (la virtud) sino el hecho. Las mentiras iniciales de Clinton sobre su relación con Monica Lewinsky y de Ted Kennedy sobre el accidente de Chappaquiddick rompen el carácter ejemplar que se atribuye al personaje público pero a la vez desatan su leyenda humana. La ficción moral es sustituida por la ficción popular. En la mentira pública, descubierta por los medios y esperada con fervor por los espectadores, hay un poder laico y liberador del libreto del personaje pero su proceso de denuncia y redención por confesión es religioso. El objeto no es tanto restaurar el hecho como la vuelta al redil. El mismo mensajero que explota sus engaños, el periodismo, se encarga de recuperar y entronizar los sucesos, quedando en medio las historias inventadas como inútil intento de transgresión pero útil alimento del público.

La mentira se diferencia del delito en su vigencia y en su dificultad para ser codificada, quedando así exenta de la ley y de la medida del tiempo. Mentir sobre el pasado no tiene escapatoria pero hacerlo respecto al futuro desacredita al acusado, puesto que no admite prueba en contrario. Ésa es la utilidad de la acusación del senador Joe Wilson a Obama y por eso la hace en el momento más débil de su discurso sobre la reforma sanitaria ante el Congreso, cuando el presidente promete que los inmigrantes ilegales no tendrán asistencia sanitaria garantizada (que no provista) por el gobierno. El senador añade dos notas que aumentan el poder de la inculpación: califica su acto de "espontáneo", asociándolo a la sinceridad que se suele atribuir a la intuición, y su disculpa es personal, ante el presidente y no ante el Congreso, evitando el templo que podría acusarlo a él mismo de mentiroso. Wilson es un artesano de la mentira.

(A estas bajuras huelga decir que lo anterior no tiene muchos visos de ser cierto)

Etiquetas: ,

27 de octubre de 2009

Ruinas del humanismo

(Robert Polidori, Auditorium in school #5, Pripyat, 2001, serie sobre Chernobyl)

(*) Fue la televisión, a partir de 1946, el mayordomo que remató al humanismo mediante un tiro de gracia, puesto que éste ya vivía una época de gracia, la concedida por el aura mágica del libro: una prórroga de su incapacidad para transgredir su sentido antropocéntrico de la naturaleza del hombre, precisamente preguntándose por su esencia. Entendiendo el humanismo como un factorial del hombre como animal racional, en el que n es ilimitado pero compuesto sólo de números naturales. Su verdugo empezó siendo la radio, desde 1918 y con la I Guerra Mundial como primer escenario de escombros, pero la voz no tenía suficiente fuerza: le faltaba la imagen, que sustituiría al lenguaje escrito como medio de emancipación del hombre pero también de domesticación de masas y organización de sociedades. El humanismo burgués era un proyecto emancipador idealista y dirigido a través de la escuela, domesticador por tanto. Su fe en el libro es, sin embargo, herencia del mundo antiguo. La II Guerra Mundial pondría fin a la función en un teatro en ruinas sobre el que ilustres humanistas como Zweig y Márai celebrarían el oficio de difuntos. En su caso y en su favor, con toda la dignidad de sus trayectorias literarias y personales y con la coherencia de sus suicidios, puntualísimo, casi premonitorio, el de Zweig.
[...] Después me marché y sentí vergüenza frente a aquella anciana y buena señora que, de una manera ingenua y sin embargo verdaderamente humana, había sido fiel a la memoria del difunto. Pues ella, aquella mujer sin estudios, al menos había conservado el libro para acordarse mejor de él. Yo, en cambio, me había olvidado de Mendel el de los libros durante años. Precisamente yo, que debía saber que los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido. (Mendel el de los libros, Stefan Zweig)
El forense de la defunción del humanismo fue Heidegger, que supo ver su limitación como subordinado del lenguaje: “Si el hombre debe alcanzar un día la vecindad del ser, es preciso primero que aprenda a existir en lo que no tiene nombre” (Carta sobre el humanismo). Sobre las ruinas de dos guerras mundiales y dos genocidios europeos, escribe la Carta en 1946, publicada un año más tarde. Ésta surge de la pregunta que le hace su joven admirador, Jean Beaufret: ¿Cómo volver a dotar de sentido al término humanismo? En su respuesta, Heidegger no cede a la propuesta de resurrección, imputando a la pregunta la intención de conservar el término: “Me pregunto si es necesario. ¿La desgracia que implican etiquetas de este tipo no es todavía lo suficientemente manifiesta?” Desgracia que atribuye al origen y efecto publicitario del tipo de término (–ismo) y, por tanto, a su poder neutralizador del pensar sobre la substancia del hombre, ya que el lenguaje envuelve dicha esencia y la publicidad es su modo de difusión masivo. Heidegger amplia el tiro y se dirige contra los planteamientos de Sartre en ¿Es el existencialismo un humanismo?, cuya primera versión se publica poco antes, en 1945.

A su vez, el reconocimiento y la respuesta a Heidegger vienen de la mano de Sloterdijk, quien define el humanismo en su Normas para el Parque Humano como “telecomunicación fundadora de amistades que se realiza en el medio del lenguaje escrito. Eso que desde la época de Cicerón venimos denominando humanitas es (…) una de las consecuencias de la alfabetización. (…) En el núcleo del humanismo así entendido descubrimos una fantasía sectaria o de club: el sueño de una solidaridad predestinada entre aquellos pocos elegidos que saben leer”

Hoy, mientras sucede en la clandestinidad el debate filosófico (tan secreto que corre el peligro de deslizarse hacia la cábala), el combate entre los restos del humanismo y su ruptura por una ontología que reclama interrogarse por la esencia del hombre, los nuevos y corteses bárbaros se imponen a gritos en medio de la confusión. Protagonizan tanto el circo como las gradas y la antigua posición del césar, campando por nuestros respetos y blandiendo agresivamente viejos valores humanistas como la paz con el descaro y la arrogancia de quien se sabe juez, parte y tribunal de apelación. Va siendo un mientras tanto largo, marxiano en el sentido de histórico, pero desesperanzado de esa revolución que iniciaron Wittgenstein y Heidegger. Puesto que de fabricar vasallos va, el concierto de La Habana avasalla: logra tanto la comunión de masas como se apropia del símbolo –la Plaza de la Revolución- y se organiza desde el negocio del poder, la alianza entre dinero (un sector de Miami) y dictadura, con el apoyo de algunos disidentes, lo que estrecha el margen. Frente a la paz de los bárbaros que asola una de las mejores músicas que lleva tiempo haciéndose, la cubana, cabe oponer la única cura de paz posible, la del pensar y la liberación de viejos dominios del poder de esos mercenarios. Dado el panorama, se echa de menos al ilustre humanismo.



Etiquetas:

4 de octubre de 2009

¿Cámara democrática?

(*) No la parlamentaria, sino la fotográfica de William Eggleston, o al menos el título de la exposición retrospectiva que sobre su obra tiene lugar en la Corcoran Gallery. El carácter democrático viene de su plan de trabajo, basado en tratar tanto temas como objetos con absoluta “igualdad”, es decir, neutralidad y la misma atención y técnica para todos ellos. Neutralidad caracterizada por su subordinación al ambiente que quiere reflejar y que es previo y externo al fotógrafo y, por tanto, pertenece y es reconocible por todos. De ahí que no se dedique al retrato o, mejor dicho, que en los pocos que hace las figuras y rostros sean objetos de ese paisaje común, tan intercambiables como la calle mayor, los diners, tiendas y las escenas cotidianas de los pueblos que retrata. Para el retrato, especialmente el del poder, ya está Richard Avedon.

En lo cotidiano como signo democrático, como factor igualador de los personajes, lugares, objetos, anuncios y símbolos que lo componen, es donde se desenvuelve Eggleston. Lo cotidiano como paisaje común de dos generaciones, sus contemporáneas, y tan constante que es tradición. No es casual que declaré su falta de interés por Elvis Presley, una vez ha terminado el encargo de la revista
Rolling Stone sobre su figura; en su lugar, retrata muebles, cortinas y espejos, rincones de su casa buscando simetrías en las que el espectador pueda reconocer su misma casa y su mismo gusto. La estética kitsch iguala a la de cualquier otra casa de sus paisanos. La democracia aparece también en la estabilidad y ausencia de tragedia y épica que define ese paisaje y con que (se) reviste lo cotidiano. La raíz de su énfasis en la normalidad y en lo común está en las imágenes de su infancia y juventud, tomadas de su medio, pueblos y pequeñas ciudades en Tennessee, el delta del Mississippi y el Sur en general. Pronto quiso un refrendo democrático de su obra al buscar audiencias más amplias, pasándose al color con entusiasmo y definitivamente, y utilizando una técnica (impresión dye-transfer) que resalta los colores hasta conseguir un efecto hiperrealista. La fuerza del color y el paisaje urbano como anuncio de neón en la memoria del espectador. Pero estas operaciones de realidad nunca son tan perfectas como se cuentan y Eggleston sabía que su trabajo y la experiencia del público sobre un paisaje común lindaban con los mismos sueños, los cuales se pervierten, frustran o realizan ya individualmente.






Etiquetas: