29 de abril de 2008

Un helicóptero VIP viene a inaugurar y censarnos

(*) Un helicóptero desciende sobre un campo abierto a las afueras de una ciudad de Rajasthan, al final de la época antigua, en 1975. Ese espacio es utilizado por sus habitantes como mercado desde tiempos remotos (cuyo origen no necesita contarse ni conmemorarse) o recientes y las autoridades vienen ahora a inaugurarlo. Los vecinos se dedican habitualmente a ocupaciones humanas como comprar, vender, comer, nacer, crecer, casarse, enfermar, morir, amar y ser amados, ignorar y ser ignorados, traicionar, engañar y enseñar, sufrir, rezar, visitar a sus familiares y paisanos de otros pueblos, emigrar y recibir a otros como ellos. En resumen, a trampear para sobrevivir y, si pueden y les va bien, a prosperar. Es decir, son gente del común que se dedica a lo Suyo. Esa ciudad es una abundancia de personas, actividades, condiciones y usos, un maremágnum sin cuento ni cuenta del que entran y salen gentes, un trasiego, lugar y tiempo variables que impide un estado fijo de cosas, sin necesidad de definirlo, fijar sus fines ni límites, cerrarlo, para poder hablar de él.

Las autoridades se hacen acompañar por funcionarios que censarán a la población para unas próximas elecciones. Les traen regalos como mercado,
dinero, lengua, identidad, pluralidad y democracia, funciones que ya tenían gratis en el sentido de que no tenían que pagar por ello a otros (un precio sería su definición por esos otros). El panorama no era idílico ni ellos ni nosotros lo pretendemos; lo harán ideal los nuevos y ajenos dueños a fuerza de designar su realidad y reducirlo a cantidad y cosas distintas. La oferta de pluralidad, la necesidad de ser plurales para ser individuos autónomos, es el principal artículo de fe que se les trae: “(...) estas necesidades de ser plurales, de ser unos cuantos, de ser cada uno diferente de los otros, de ser uno, no pueden venir de ahí abajo [‘lo que hay’, que es sin fin], sino de arriba, o sea, de Dios, que es lo que para nosotros representa cualesquiera de las cosas contra las que aquí tratamos de levantarnos: el Poder, el Estado, el Capital.” (1)

El descenso del helicóptero produce un efecto inmediato entre la población: una evidente molestia en forma de tormenta de arena que los disuelve y confunde momentáneamente. Esa confusión es un primer éxito conseguido antes de aterrizar. Un "Divide y vencerás; el lema del Régimen más avanzado de dominio que entre nosotros se padece: la Democracia desarrollada; la Democracia con la pretensión de ser el Régimen último, el verdadero, el único, en el que se tiene que reemplazar a los demás.” Un divide y vencerás rentable y comercial que prosperará como instrumento de distinción personal. Un convencer de que “cá uno es cá uno, es decir, absolutamente diferente de todos los demás”. La empresa que trae el helicóptero gana cuando arraiga entre la gente esa sensación de identidad irreductible, de que lo que le pasa a cada uno es personal y exclusivo (y excluyente), porque entonces es cuando todos son “iguales, precisamente en [por] eso”. A esa dispersión fácil de aglutinar que significa el lema Divide y vencerás contrapone García Calvo el Soy legión, una legión indefinida: “Parecen cosas [esos lemas] que se matan la una a la otra, y efectivamente se matan la una a la otra. En realidad, con alguien que dijera ‘Soy legión’, una Democracia no tendría nada que hacer. (...) cada uno tiene que ser el que es. Ésa es condición para que formen las pluralidades más o menos ordenadas”.

Raghu Rai se hizo fotógrafo por casualidad: durante unas vacaciones un amigo de su hermano (que sí era fotógrafo) le invitó a su pueblo y éste le dejó su cámara. Sin conocimientos técnicos ni propósito documental alguno se empeñó en fotografiar a un pollino que encontró en la aldea; éste huía cada vez que Raghu se le acercaba, todo ello en medio del jolgorio de los vecinos. Lo persiguió hasta cansar al borrico y conseguir la foto. Durante este suceso, Raghu Rai fue legión. Y cada paisano. (La foto también porque fue portada de un diario, británico o indio no recuerdo, enviada por su hermano).


Raghu Rai: “Dust storm created by a VIP Helicopter” (Rajasthan, 1975) Exposiciones en Casa Asia, Barcelona (color y esta foto) y Madrid (blanco y negro).
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(1) y todas las citas: Agustín García Calvo, Ateneo de Madrid, Tertulia Política nº 119, 2 de Abril de 2008. Cortesía impagable, es decir gratuita y por ello libre, de Al59.

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23 de abril de 2008

Mapas y libros con viajes

(*) Al contrario que el título Viaje sin mapas, de Graham Greene, pero con el mismo sentido de viajar al corazón de las propias Liberias, algunos libros de o con referencias a viajes son mejores mapas del lugar que el propio viaje. Siempre que su voz ofrezca un lenguaje común. Hace tiempo que el turismo se convirtió en el clamor de los ciegos, su masificación en una confesión pública de confusión y sus guías y cronistas en el lenguaje impotente de los mudos. Dice Canetti en Las voces de Marrakesh: “Trato de relatar algo y apenas enmudezco me doy cuenta de que aún no he dicho nada. Algo maravillosamente luminoso y denso permanece aún en mí y obstruye la palabra. ¿Es acaso la lengua, que no entiendo, y que paulatinamente debo interpretar en mi interior? Había acontecimientos, imágenes, sonidos, cuyo sentido de entrada radica en uno mismo, que fueron no tanto tomados sino reducidos a palabras, y que más allá de las palabras son aún más profundos y plenos de sentido que ellas mismas.” La imposibilidad de narrar lo sucedido en el viaje no depende sólo de la ignorancia de la lengua local sino también de la limitación del lenguaje para expresarlo y de la palidez de la descripción como recurso literario. Y, también, del pudor que cultiva el viajero. Sigue Canetti: “Sueño en un hombre que olvida las lenguas de la Tierra hasta no comprender cuanto se dice en ninguna de ellas.”

(Raymond Depardon, Borkou, 1979)
Los lugares y las gentes que visitamos resultan tan ajenos a nuestra propia educación sentimental y el contacto con ellos es tan superficial que enseguida surgen las emociones-etiqueta como pintoresco o espectacular. Exotismo y contraste como prueba de nuestra limitación. También se viaja para comprobar, conscientemente o no, informaciones previas o para adquirir, ilusamente, experiencias que, intentando compensar la rutina, sólo la adornan. Ornamento que es delito de lesa inercia.

La experiencia del viaje es tan común y a la vez intransferible como la del sexo, a pesar y precisamente porque corren ríos de tinta sobre ambas. El viaje es un exilio en el que no se encuentran almas en pena sino en marcha, con o sin gloria. El teniente Ernest Psichari (y nieto de Renan) escribe El viaje del centurión en 1915 sobre su travesía por el Sáhara occidental y dice: “Toma tu cayado y marcha hacia el dolor, oh viajero…”. En ese dolor despoja de mito y heroísmo al viaje, lo humaniza y lo devuelve al único sujeto posible, el viajero. Este breve relato de peripecias e interiores inspira al naturalista Théodore Monod (1902-2000) hasta el punto que dedicará su larga vida al desierto, haciendo su última caravana en camello a los 91 años. Monod, siempre lejos de la boba mística tan cara a cronistas oficiales, confiesa el origen de su fascinación por el desierto mauritano, el propio libro de Psichari, y el resultado de la empresa: “Diez años de mi juventud se vieron a la vez iluminados y devastados por un sentimiento no compartido que me tomé muy en serio y que sumió en un estado de ánimo singularmente acorde con la propia naturaleza de un país desértico” (Maxence en el desierto). Contra fantasía e idealismo, austeridad. Y contra inercia, diligencia (y camello).

El conde László Almásy (1895-1951) viaja al desierto de Libia perseguido por un mito, del que se apropia como obsesión para convertirlo en su proyecto personal: la búsqueda del oasis perdido de Zarzura, situado en algún lugar indeterminado entre el de Siva, en la frontera líbica y antigua sede del oráculo de Amon -al que fue a consultar Alejandro Magno para dotar de destino a su ejército- y la altiplanicie rocosa de Jilf al Kabir, en el límite con Sudán. Por medio está el hasta 1932 inexplorado Gran Mar de Arena, varias cadenas paralelas con las dunas más altas del Sáhara que se extienden a lo largo de un territorio de 800 por 400 Kms., entre el oasis de Siva al norte, el macizo de Jilf al Kabir al sudeste y el oasis occidental de Kufra, ya en Libia. Sobre la leyenda del oasis desaparecido de Zarzura Almásy -llamado “Señor de las Arenas” por los beduinos- recoge abundante bibliografía, desde el mito registrado por Herodoto en su Historia y los cuentos de las Mil y Una Noches hasta los manuscritos árabes más antiguos, “redactados en un estilo místico religioso que no permite reconocer puntos de referencias geográficos”. Almásy pretende reducir a razón y experiencia una fábula situada en el corazón del desierto, una ciudad amurallada que custodia un pájaro blanco y en la que yacen un rey y una reina durmientes, rodeados de tesoros que el viajero intrépido podrá llevarse libremente con la condición de no romper su hechizo. Tras años y expediciones de búsqueda sobrevuela y después explora a pie el oasis de Abd El Melik, el cual recibe su nombre de un pastor nómada de la etnia sudanesa tibbu que llevaba allí sus rebaños en época de lluvias (es un oasis de lluvias al norte de Jilf al Kabir). Almásy ha encontrado Zarzura pero aún no lo ha descubierto para la ciencia. Necesita pruebas que confirmen su hipótesis de que Abd El Melik es el paraíso perdido y al cabo de dos años de búsqueda por todo Egipto encuentra al viejo pastor que dio nombre al oasis. Su testimonio es todo lo que conseguirá pero la transcripción que hace Almásy será con el tiempo un manuscrito más que alimenta la leyenda de Zarzura. Un viaje circular entre el mito y la razón.

(Michael Martin: Kids with Wood, Níger)
De toda esta historia quedan como siempre residuos públicos que no tienen que ver con el propósito inicial del viaje, con su fundación más personal. Por casualidad Almásy descubrirá las pinturas rupestres de la cueva de los nadadores en Wadi Sura, por las que será recordado, y por encargo cartografiará el Gran Mar de Arena, última mancha blanca que quedaba en el mapa de Egipto, por lo que fue reconocido en su momento. Pero lo que realmente descubrió Almásy fue el desierto, como Monod (no Canetti, cuya mirada estaba traducida por la literatura), lo que le hace decir: “Amo el desierto. Amo la llanura infinita que centellea en el reflejo de los espejismos, las cumbres rocosas resquebrajadas, las cadenas de dunas semejantes a olas del océano petrificadas. Y amo la vida sencilla y dura en campamentos primitivos, tanto en las noches claras y estrelladas en medio de un frío cortante como en la punzante tormenta de arena”. Y como antídoto para escépticos de la pasión, de un proyecto tan descabellado como sostenido más allá de su construcción, concluye con un proverbio beduino: “El desierto es terrible e implacable, pero quien lo haya conocido tendrá que regresar de nuevo a él” (Nadadores en el desierto, Ed. Península).

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19 de abril de 2008

Un reportaje no hace periodismo

Tiene razón el periódico al decir que un caso no hace estadística. Tanta como que este reportaje no hace periodismo pero sí lastra y engorda a ese animal inerte y pesado llamado opinión pública. Sobre todo cuando el titular es tan ficticio que resulta irrefutable con datos reales: El enfermo mental no es más violento que el sano. La tesis es la consigna dominante para la salud mental en las sociedades occidentales desde el advenimiento de la antipsiquiatría: Los expertos prefieren al enfermo libre y bajo tratamiento, con un epílogo muy actual de sociedad enferma y atención personalizada... pero faltan psiquiatras. Al cierre del manicomio como institución sucedió el cierre de la lógica como razón práctica: faltan recursos para proporcionar esa atención [al enfermo mental], [pero] nadie dirá que el de Murcia es atribuible a los pocos medios. ¿Qué pasó entonces, descontando la consabida culpa social (fuenteovejuna) del crimen? "Además de enfermo mental, Carotenuto es toxicómano, y eso hace que su comportamiento sea mucho más impredecible", declara el subdirector general de Salud Mental de Murcia. Con la droga, harina de similar opinión pública, hemos excusado la política de inhibición oficial ante la salud mental: prohibido internar (el 86% de los enfermos mentales viven y están al cuidado de sus familias).

Que un caso no haga estadística quiere decir que no hace política; por eso las decenas de mujeres (madres cuidadoras de hijos esquizofrénicos, en su mayoría) víctimas de estos enfermos mentales pacifistas tampoco la hacen porque no existen, ya muertas o anónimas. Incluso su número diluye el drama sensacionalista del caso aislado de la decapitada de Santomera. Porque no es cuestión de qué número de víctimas hace verano legislativo sino del lugar que ese tipo de violencia ocupa en el rígido escalafón dictado por la opinión dominante. Y aquí sí entra bajo palio el periodismo como apuntador de esa opinión y El País de hoy como demiurgo de violencias. Lo hace al elevar una violencia menor que la decapitación a mayor en penalidad social: Cuatro años sin ver a su hija por haberla pegado. Y ratifica esa jerarquía inversa de violencias al cambiar las noticias-opiniones de sección oportunamente, desde la nueva y canónica Vida&artes, donde aparece el reportaje que exime al enfermo mental de culpa, a la clásica de Sociedad, donde sólo se reseña pudorosa y resignadamente la pena impuesta por dar cuatro bofetadas a su hija. Sobre El periódico y la influencia escribe también hoy, con su habitual precisión, Arcadi Espada.

El riguroso orden interno de la violencia punible fijado por el valor social que la opinión pública atribuye a cada una de sus formas se confirma en el mismo periódico del día por el artículo de opinión de Antonio Elorza: La igualdad y el poder, a propósito del feminicidio del nuevo gobierno: “No era un secreto el limitado acceso de la mujer a puestos de responsabilidad. A ritmos desiguales todo esto ha cambiado y la explosión de la violencia de género tiene mucho que ver con ello. Cabe pensar que sólo cuando la situación de igualdad de género sea plenamente establecida y asumida podrá alcanzarse la normalización en las relaciones entre los sexos. La opción del Gobierno favorece esa orientación”. Explosión de la violencia de género que por supuesto no tiene contrastación estadística posible al carecerse de datos homogéneos en series históricas y al ignorar que España tiene un índice per capita bajo-medio de ese tipo de violencia en Europa. Al final resulta que el periodista se equivoca cuando hace de metrónomo social, invirtiendo Pesos y Medidas de violencia.


(Raymond Depardon: fragmento del documental sobre el Hospital psiquiátrico de San Clemente, 1980)

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7 de abril de 2008

Vicios privados, virtudes socialdemócratas

Un caso más de vicios privados y virtudes públicas, con la acreditación que proporciona el testimonio personal, ofrece Rubert de Ventós en su artículo “No somos ni socialdemócratas”. La tesis es que la "naturaleza humana" impide a la especie “dotarse de un sistema económico un poco menos bestia que el puro y duro darwinismo social, donde prospera siempre el más fuerte”. La presentación de esa fatalidad es coherentemente religiosa: “Yo me avergüenzo de mis pecados, claro está, pero también de los de mi especie, de la ‘naturaleza humana’ que acarreo”. La contradicción es también consecuente con la matriz hegeliano-marxista del asunto: “Nuestra naturaleza humana no está a la altura de nuestros ideales”. Se ve que la poquedad de nuestra condición convierte al ideal en justificante de la barbarie: “Y que cuando lo ha intentado [la especie] -con el comunismo, por ejemplo- pronto se transformó en una burocracia tan cruel como ineficiente: en eso acabó el marxismo en nuestras manos”. En el mientras tanto histórico sucede el neoliberalismo como horizonte de cercanías, en el que incluye –muy ortodoxamente- al reformismo: “Igual han sucumbido en este mundo los intentos más "realistas" y comedidos como las curas paliativas keynesianas, socialdemócratas o reformistas, que sólo han prosperado para seguir alimentando esa especie de neoliberalismo que padece nuestra especie”.

(Russia, 192(?): The giant toys of the collective man. Figures of
Lloyd George, Millerand, Kerenski and Milnikov in front of the Kremlin).

La fatalidad del planteamiento se nutre también de psicología nada evolutiva: “Nuestra inercia emocional, formada a lo largo de los siglos, sigue siendo lo que es, sigue estando donde estaba, y no parece sintonizar fácilmente con nuestros proyectos racionales o morales”. Ventós, muy lejos de la capacidad analítica que llevó a Juan Benet a una precisa disección de la conducta humana, cae sin embargo en un dictamen del tipo “Nunca llegarás a socialdemócrata”. Sin pretenderlo, tanto su tesis como su formalización demuestran que la socialdemocracia ha terminado como marca de diseño del capitalismo y versión moderna y amigable de la religión. Como marca sigue teniendo éxito, aunque representa un producto ya maduro, en declive, que va siendo sustituido por ese híbrido de revanchas colectivas, ese círculo de engaños mutuos, llamado corrección política. Como religión funciona mejor, no sólo porque agrupa disciplinadamente a clases dispersas que antes parecían destinadas a hacer la revolución frente a la evolución, sino porque ofrece un consuelo de integración social al individuo insatisfecho. Al idealista, al que se exilia de la realidad culpando de su dureza e irreversibilidad al vecino, al cual necesita calificar como neoliberal (hereje) para no perder el cielo. Consuelo que obtiene el socialdemócrata como renta inmediata por el reconocimiento social automático que produce, frente a la larga explicación que siempre tiene que dar el liberal, como prueba de su condición pública vicaria. Pero consuelo sobre todo íntimo ante sus contradicciones, de las que Ventós pone dos ejemplos:

1) la educación privada y competitiva para los hijos de quienes defienden lo contrario en público, es decir, para el público que les contempla;
2) la anécdota racista y clasista de Marx hacia Paul Lafargue, el pretendiente (y futuro marido) mestizo de su hija Laura.

Un traductor social como Rubert de Ventós concluye con el lógico recuerdo de la etiqueta social traidor puesta a los reformistas. Y cómo sigue llamándolo a los mismos, fatalmente abducidos por el neoliberalismo. Con el añadido poco científico de enviar a Darwin al desván.

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6 de abril de 2008

Soledades sin discurso

Es usual calificar a algún artista de “poeta de la soledad urbana” (a Antonio López, entrevista de El País, como lo hizo anteriormente este periódico con Joaquín Sabina, en las antípodas de oficio y arte). El discurso se apropia y traduce las sensaciones que recrea el arte, no sólo por parte de sus comisarios sino incluso del propio artista, en la misma fase de creación. Cuando esto último sucede se pintan las ideas y ya se sabe que las ideas estropean la pintura. En cambio, cuando el artista consigue transmitir sus sensaciones, su forma de ver un objeto, proceso o situación, a través del lenguaje que es la forma -para lo cual es necesario no sólo buen oficio sino formalización- entonces es difícil esa apropiación indebida, ese cambalache entre lenguajes y formas que define a buena parte del arte contemporáneo. Cambalache que es un travestismo endogámico en el que se diluye toda sensación.

En cambio James Nachtwey se pasó años en distintas guerras y tuvo que dejar de fotografiar la de Afganistán porque había perdido la capacidad de sentir emoción. Se había acostumbrado a la barbarie que anula la emoción como síntesis de vidas humanas. Y Larry Towell tuvo que vivir diez años en comunidades menonitas para vencer su resistencia a fotografiar sus vidas (sus soledades). En su tarjeta de visita se leía simplemente "ser humano". Con la imagen de un silencio incontestable concluye Raymond Depardon su serie sobre un manicomio.

Es fácil olvidar estas cosas y esta forma de adquirir oficio en tiempos de confusión. Como "es fácil olvidar que la luz es para los fotógrafos, como el lenguaje para los escritores, su único medio de expresión artística". (Galen Rowell)

James Nachtwey: "Afghanistan, 1996" (Una mujer llora la muerte de su hermano)

Larry Towell: “Los menonitas” (familia de una comunidad de Méjico)

Raymond Depardon: “San Clemente Asylum” (1982)

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