La Creación
Amor sacro y amor profano, pintado por Tiziano hacia 1515 (Galeria Borghese)
La Navidad es la conmemoración de hechos simbólicos más rápida que existe, dentro de las grandes. Empieza celebrando un nacimiento que es también el de una religión, la de mayor éxito en la historia de la humanidad, la creación de un nuevo mundo cuyo legado se fija en el Nuevo Testamento. Uno de los secretos de ese éxito es la capacidad de asimilación de ritos paganos arraigados en distintas culturas, es decir, de tradiciones ajenas al cristianismo, de las que se apropia. Otros principales son su flexible gestión del sentido humano de culpa y la oferta de un sueño de salvación y elevación por encima de la realidad pedestre, pero ésos son ya otros cantares. Algunas celebraciones romanas precedentes influyeron en el nuevo calendario cristiano: “(...) los romanos escogieron el solsticio de invierno para colocar en él el nacimiento de Jesús, porque en esa época es cuando el sol comienza a acercarse a nuestro hemisferio. Desde los tiempos de Julio César el solsticio civil político quedó fijado el 25 de diciembre. En Roma se verificaba una fiesta para celebrar el regreso del sol; ese día se llamaba gruma, según refiere Plinio, que lo fija, lo mismo que Servio, el 8 de las kalendas de enero” (Voltaire, Diccionario filosófico). La fijación de ese solsticio civil político por encima de accidentes astronómicos es lo que convierte a las religiones en institución, uno de sus mecanismos de poder y perduración. Y la Navidad continúa con el rito de purificación que significa el cambio de año para terminar con la sumisión del poder terrenal al divino que representa la Adoración de los Reyes Magos. Todo en tan solo dos semanas.
Para adoración, y laica, la que demuestra Beethoven hacia Haydn cuando se lanza a besar su mano en la interpretación de La Creación que dirige Salieri en 1808. Haydn, emocionado tiene que abandonar la sala después de la primera parte. El concierto termina en apoteosis y me ha parecido un buen regalo de Navidad para los escasos, despistados o curiosos navegantes que por aquí recalen. Haydn trabaja en la partitura con un claro sentido del tiempo, pensando en su duración para la posteridad, con lo que se cumple una de las primeras condiciones que poníamos a felicitar: que se base en la tradición. De La Creación se dijo en su época que era “la proclamación de una humanidad a imagen de Dios”, pero es más un triunfo del humanismo, un Dios por fin concebido a escala humana, que una exaltación de Dios. El antagonismo de la obra de Haydn con la glorificación divina propia de El Mesías de Haendel y con el Dios todopoderoso e inalcanzable para el insignificante ser humano de Bach, es la consagración del hombre como medida de todas las cosas. Pero la secularización que supone Haydn, como la más radical de Mozart, es otro nacimiento y divinización: la del arte y el artista. Qué difícil parece que podamos prescindir del mito. Tampoco hay por qué, siempre que el rito acote sus límites y la solemnidad de éste ponga en evidencia su lejanía. Como el primer mensaje navideño real transmitido por televisión.
Que disfruten una música que conmovió a una Europa aún convulsa por la Revolución francesa.
La Creación, última parte:
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