26 de diciembre de 2007

La Creación

La felicitación de Navidad suele ser un compromiso tan forzado como la misma fiesta. Para devolverle su función de transmitir sinceramente un deseo de dicha a quien se felicita es necesario darle un carácter personal al regalo, haberlo vivido con emoción uno mismo para poder exportarla. Además, conviene que sea oportuno, que el motivo del regalo se ajuste a lo celebrado y al destinatario; en fin, que no sea una sombrilla de playa o unas chanclas, por poner un ejemplo. Por último, que sea tradicional, porque lo que se desea es duradero, no efímero.

Amor sacro y amor profano, pintado por Tiziano hacia 1515 (Galeria Borghese)

La Navidad es la conmemoración de hechos simbólicos más rápida que existe, dentro de las grandes. Empieza celebrando un nacimiento que es también el de una religión, la de mayor éxito en la historia de la humanidad, la creación de un nuevo mundo cuyo legado se fija en el Nuevo Testamento. Uno de los secretos de ese éxito es la capacidad de asimilación de ritos paganos arraigados en distintas culturas, es decir, de tradiciones ajenas al cristianismo, de las que se apropia. Otros principales son su flexible gestión del sentido humano de culpa y la oferta de un sueño de salvación y elevación por encima de la realidad pedestre, pero ésos son ya otros cantares. Algunas celebraciones romanas precedentes influyeron en el nuevo calendario cristiano: (...) los romanos escogieron el solsticio de invierno para colocar en él el nacimiento de Jesús, porque en esa época es cuando el sol comienza a acercarse a nuestro hemisferio. Desde los tiempos de Julio César el solsticio civil político quedó fijado el 25 de diciembre. En Roma se verificaba una fiesta para celebrar el regreso del sol; ese día se llamaba gruma, según refiere Plinio, que lo fija, lo mismo que Servio, el 8 de las kalendas de enero” (Voltaire, Diccionario filosófico). La fijación de ese solsticio civil político por encima de accidentes astronómicos es lo que convierte a las religiones en institución, uno de sus mecanismos de poder y perduración. Y la Navidad continúa con el rito de purificación que significa el cambio de año para terminar con la sumisión del poder terrenal al divino que representa la Adoración de los Reyes Magos. Todo en tan solo dos semanas.

Para adoración, y laica, la que demuestra Beethoven hacia Haydn cuando se lanza a besar su mano en la interpretación de La Creación que dirige Salieri en 1808. Haydn, emocionado tiene que abandonar la sala después de la primera parte. El concierto termina en apoteosis y me ha parecido un buen regalo de Navidad para los escasos, despistados o curiosos navegantes que por aquí recalen. Haydn trabaja en la partitura con un claro sentido del tiempo, pensando en su duración para la posteridad, con lo que se cumple una de las primeras condiciones que poníamos a felicitar: que se base en la tradición. De La Creación se dijo en su época que era “la proclamación de una humanidad a imagen de Dios”, pero es más un triunfo del humanismo, un Dios por fin concebido a escala humana, que una exaltación de Dios. El antagonismo de la obra de Haydn con la glorificación divina propia de El Mesías de Haendel y con el Dios todopoderoso e inalcanzable para el insignificante ser humano de Bach, es la consagración del hombre como medida de todas las cosas. Pero la secularización que supone Haydn, como la más radical de Mozart, es otro nacimiento y divinización: la del arte y el artista. Qué difícil parece que podamos prescindir del mito. Tampoco hay por qué, siempre que el rito acote sus límites y la solemnidad de éste ponga en evidencia su lejanía. Como el primer mensaje navideño real transmitido por televisión.

Que disfruten una música que conmovió a una Europa aún convulsa por la Revolución francesa.



La Creación, última parte:

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5 de diciembre de 2007

Liberalismo

El paso del liberalismo por la vida pública española ha sido tan discreto en lo social como mendicante en lo político, siempre rechazado como seña de identidad por partidos grandes y pequeños pero utilizado como tarjeta de visita de fortuna. Y, desde luego, rechazado con contundencia como marca electoral. Como si fuera un personaje en busca de autor en una época de crisis de teatro, su influencia real en la política es la misma que la del limbo en la doctrina actual de la Iglesia católica.

(Robert Frank: Trolley, New Orleans, c. 1955)


Entre los muchos ingredientes que definen al liberalismo (político, por supuesto) hay que destacar una antigualla como el principio de responsabilidad. Es decir, ese rasgo distintivo que es la autonomía del individuo en la toma de decisiones sobre los asuntos que le afectan y la asunción de las consecuencias de sus actos. La oferta electoral de los partidos políticos españoles es, precisamente, un concurso para la exención de esa responsabilidad: rebajas fiscales y subvenciones al negocio y al ocio. Bicoca muy querida por el público, al cual no le importa que el efecto sea una mayor presión fiscal vía tributos impersonales y regresivos (tasas e impuestos indirectos) y una menor libertad derivada de un estrecho margen de maniobra en su oficio o afición. El respetable aprecia la sensación de prosperidad que tiene al comprar esa oferta mediante el voto. Y rehuye la responsabilidad, que sería la contrapartida que se la garantizase, incluso en culturas y religiones donde fue valor de arraigo hasta hace un suspiro: “Hicimos una encuesta no hace mucho para saber si a los ciudadanos les parecía bien cogerse la baja por enfermedad sin estar enfermos, y el 60% de los encuestados dijo que sí” (Assar Lindbeck). El Estado-subsidio se maquilla como Estado del bienestar para una representación que el liberalismo contempla como una vieja dama sin alivio de luto en palco de media vista.


Y aquí viene la primera paradoja, porque alguien que sabía del asunto, como George Santayana, decía que el liberalismo moderno aspira a conseguir libertad y prosperidad juntamente, frente a los antiguos, para los que eran difícilmente compatibles. Sin embargo, la prosperidad genera unas servidumbres contrarias a la libertad: “(...) la prosperidad exige desigualdad de funciones y crea desigualdad de fortunas, de suerte que el mucho trabajo y la mucha riqueza matan la libertad individual” (G. Santayana, Diálogos en el limbo, Losada, ed. 1960). Pero esa contradicción entre prosperidad y libertad es sólo aparente. La desigualdad de fortunas es un indicio razonable de éxito del liberalismo, pues es el resultado normal de los distintos esfuerzos, talentos y ambiciones de los ciudadanos, suponiendo el libre e igual acceso a la producción de riqueza, por seguir refiriéndonos a los países democráticos. [Y prescindiendo de cualquier naturaleza o destino social de la riqueza o de ese mantra compasivo cuando no interesado que es la redistribución de la susodicha]. Así que esa restricción a la libertad sólo puede proceder de la sociedad del dinero y el aburrimiento que Schopenhauer nos pronosticó con acierto. No serían tanto la desigualdad ni la especialización los obstáculos a la realización de la libertad política como la dedicación exclusiva y común al becerro de oro, en forma de trabajo y fortuna hasta mediados del siglo XX, o a los corderos de plata del ocio y la indiferencia en la actualidad. Dejar de aspirar a ser dueño de sí, de su tiempo y su destino sería para Santayana una enajenación que exilia la libertad del individuo, concepto que comparte involuntariamente con Marx y con Chaplin en Tiempos Modernos.


Para salir del atolladero y frente a la prosperidad como señal equívoca de libertad, surge el progreso como momento histórico más propicio al liberalismo: “Quizás lo que el liberalismo aspira a unir con la libertad no es tanto la prosperidad como el progreso. Progreso significa un cambio continuo hacia lo mejor, y es evidente que la libertad facilitará el progreso en todas aquellas cosas –la poesía, por ejemplo- que un hombre puede realizar sin ayuda ni intervención de otros hombres; pero donde la ayuda es exigida y la intervención probable, como en la política, la libertad lleva al progreso en la medida en que la gente quiera seguir espontánea y unánimemente la misma dirección. Ahora bien, ¿cuál es la dirección que los liberales identifican con la del progreso mismo? Para el liberal puro, el progreso debe continuar en la dirección del siglo XIX: grandes números, complejidad material, uniformidad moral e interdependencia económica” (Santayana, Diálogos). La secularización que abre la vía al progreso material no evita esa preocupante comunión de gente alegre y espontánea en dirección a la utopía. Para resolver la contradicción hay que descartar la imposición por parte del liberalismo de cualquier patrón moral que fíe la felicidad a la virtud, porque eso supondría “(...) abandonar el liberalismo y predicar la doctrina clásica de que el bien no radica en la libertad, sino en la sabiduría.” (el mismo, idem).


(Robert Frank: de la misma serie, The Americans, 1955)


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La segunda paradoja del liberalismo es la que se produce entre libertad y democracia. El liberalismo que dominó el siglo XIX significaba sobre todo libertad personal sin frenos públicos a su desarrollo, libertad como derecho y –traído por John Stuart Mill (Sobre la libertad, 1859)- rechazo a la tiranía de la mayoría sobre el individuo o la minoría, riesgo propio de la democracia moderna. Mill avisaba sobre los peligros del nuevo poder, el del pueblo: “La única razón por la que es posible ejercer legítimamente el poder sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada en contra de su voluntad es para impedir que éste dañe a otros. Su propio bien, ya sea físico o moral, no es motivo suficiente para ello.


Estaba hablando de las muchas formas de coacción, entre ellas la intelectual, que son propias de las democracias populares. Y enlaza con la sabiduría como guía moral y azote de la libertad: “No es legítimo obligarle a hacer algo o abstenerse de hacerlo con la idea de que ello sería lo mejor para él o lo haría más feliz o porque, en opinión de otros, actuar así sería sabio o incluso correcto(Sobre la libertad). Cuando la virtud y la sabiduría dejaron de estar lejos, quitándoselas a Dios, pasaron a ser vecinos paradójicos y gendarmes de la libertad.


(Publicado en Nickjournal 27 nov. 07)


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