Pelea de gallos (y II)
(*) Resumen de lo publicado: Cinco personajes sin ningún destino.
Resumen de lo sucedido: Nada.
El segundo personaje es el dueño del otro gallo en liza. Obsesionado por mimetizarse con su animal, viste un ajado chaleco pata de gallo con pechera jaspeada y pantalones de tubo con apresto de mugre amarilla. Consigue un cómico efecto de ferocidad con sendas fundas de acero roído que calza en sus colmillos superiores, a las que el óxido del tiempo les da un aire de pobreza estancada. Completa su estampa de astracán con el pelo cortado al cepillo en una cresta roja, habitualmente tan lacia como su futuro, las sienes rapadas con mataduras de navaja mellada y patillas en pico pintadas, las cuales apuntan la misma tendencia a desaparecer que su dueño cuando pierde y suda. De su cuello cuelga una increíble marioneta destartalada, rescatada de los despojos de algún teatrillo negro de gitanos, cuyas articulaciones rotas la hacen moverse de forma atormentada al compás del triste ritmo de su dueño.
Tuvo que abandonar su anterior oficio de cirujano plástico cuando le arruinó la cara y un ojo a la reina de las fiestas patronales, un adefesio de pago paternal que era su mejor cliente en su obsesión por casarse. La chapuza fue fruto de su espíritu místico de trabajo minucioso, pues mientras afilaba los instrumentos con una parsimonia digna de amante el ácido para rebajar los granos fue haciendo su efecto sobre el rostro de la aspirante a bella, amordazada a petición propia en probable cumplimiento de un deseo sexual. Ella no llegó nunca a ramos de bendecir y él la consolaba con un amor callado, tan sórdido y ocasional como absorbente para los dos. A raíz de la persecución que sufrió rige su vida por tres principios: uno moral, despojar a sus actos de toda pretensión épica, ambición profesional y avaricia; otro lógico, el anonimato constante, entregándose al azar de cualquier causa imprevisible y marginal, y el tercero, estético, procurarse un aspecto de trapo robado que llame la atención de los rivales.
De esa guisa y siguiendo una vieja querencia por el orden público, sobrevive prestando dudosos servicios como confidente de la policía municipal y distrae la necesidad con otros expedientes de miseria, entre los que destaca la venta de objetos litúrgicos robados y el atraco ocasional a beatas inoportunas. En estos lucrativos menesteres lo introdujo su ahora amigo, entrenador y masajista del gallo, un sacristán bujarrón al que conoció ganándole una pila bautismal en una noche de apuestas desesperadas. De mal cuajo le exigió disponer de la prenda al amanecer, so pena de cortarle una oreja con un bisturí de recuerdo que escondía en la bota, para lo que el monaguillo fanfarrón tuvo que recurrir al marmolista del cementerio vecino, el cual exigió en pago por el trabajo nocturno de segado la lápida de un obispo segundón que pavimenta con roña de abandono una capilla lateral consagrada como trastero.
... El retraso que la sucesiva presentación de personajes y relato de breves historias produce cada día en el inicio de la esperada pelea de gallos le causa tal desazón al dueño de la mercería que cada amanecer se despierta bañado en una angustia helada y ya cómplice, pero aliviado por el fin de la pesadilla. Aunque, con terco empeño, se promete convocar de nuevo la lucha cada noche, con la pasión y el morbo del buen aficionado a las ilusiones y la mala fortuna del jugador sin carácter. Incapaz de desprenderse de esa costra, los personajes e historias que inventa con vieja puntualidad le están sustituyendo y son ya las huellas dactilares de una ambición cuyo metódico fracaso parece haber expulsado toda forma de acción de su vida.
Resumen de lo sucedido: Nada.
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El segundo personaje es el dueño del otro gallo en liza. Obsesionado por mimetizarse con su animal, viste un ajado chaleco pata de gallo con pechera jaspeada y pantalones de tubo con apresto de mugre amarilla. Consigue un cómico efecto de ferocidad con sendas fundas de acero roído que calza en sus colmillos superiores, a las que el óxido del tiempo les da un aire de pobreza estancada. Completa su estampa de astracán con el pelo cortado al cepillo en una cresta roja, habitualmente tan lacia como su futuro, las sienes rapadas con mataduras de navaja mellada y patillas en pico pintadas, las cuales apuntan la misma tendencia a desaparecer que su dueño cuando pierde y suda. De su cuello cuelga una increíble marioneta destartalada, rescatada de los despojos de algún teatrillo negro de gitanos, cuyas articulaciones rotas la hacen moverse de forma atormentada al compás del triste ritmo de su dueño.
Tuvo que abandonar su anterior oficio de cirujano plástico cuando le arruinó la cara y un ojo a la reina de las fiestas patronales, un adefesio de pago paternal que era su mejor cliente en su obsesión por casarse. La chapuza fue fruto de su espíritu místico de trabajo minucioso, pues mientras afilaba los instrumentos con una parsimonia digna de amante el ácido para rebajar los granos fue haciendo su efecto sobre el rostro de la aspirante a bella, amordazada a petición propia en probable cumplimiento de un deseo sexual. Ella no llegó nunca a ramos de bendecir y él la consolaba con un amor callado, tan sórdido y ocasional como absorbente para los dos. A raíz de la persecución que sufrió rige su vida por tres principios: uno moral, despojar a sus actos de toda pretensión épica, ambición profesional y avaricia; otro lógico, el anonimato constante, entregándose al azar de cualquier causa imprevisible y marginal, y el tercero, estético, procurarse un aspecto de trapo robado que llame la atención de los rivales.
De esa guisa y siguiendo una vieja querencia por el orden público, sobrevive prestando dudosos servicios como confidente de la policía municipal y distrae la necesidad con otros expedientes de miseria, entre los que destaca la venta de objetos litúrgicos robados y el atraco ocasional a beatas inoportunas. En estos lucrativos menesteres lo introdujo su ahora amigo, entrenador y masajista del gallo, un sacristán bujarrón al que conoció ganándole una pila bautismal en una noche de apuestas desesperadas. De mal cuajo le exigió disponer de la prenda al amanecer, so pena de cortarle una oreja con un bisturí de recuerdo que escondía en la bota, para lo que el monaguillo fanfarrón tuvo que recurrir al marmolista del cementerio vecino, el cual exigió en pago por el trabajo nocturno de segado la lápida de un obispo segundón que pavimenta con roña de abandono una capilla lateral consagrada como trastero.
... El retraso que la sucesiva presentación de personajes y relato de breves historias produce cada día en el inicio de la esperada pelea de gallos le causa tal desazón al dueño de la mercería que cada amanecer se despierta bañado en una angustia helada y ya cómplice, pero aliviado por el fin de la pesadilla. Aunque, con terco empeño, se promete convocar de nuevo la lucha cada noche, con la pasión y el morbo del buen aficionado a las ilusiones y la mala fortuna del jugador sin carácter. Incapaz de desprenderse de esa costra, los personajes e historias que inventa con vieja puntualidad le están sustituyendo y son ya las huellas dactilares de una ambición cuyo metódico fracaso parece haber expulsado toda forma de acción de su vida.
(* Publicado en NickJournal, 19 de noviembre de 2008)
Etiquetas: Cuentos de cantamañanas
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