Ensayo sobre el sentido común
Publicamos hoy una colaboración de Procopio, la presentación de su libro "ENSAYO SOBRE EL SENTIDO COMÚN (dirigido a la multitud democrática)"
Al ser un libro poco común sobre el menos común de los sentidos, es decir, un bien escaso y -por lo tanto- valioso, recomendamos viva y doblemente su lectura y disfrute. Ahí va el aperitivo:
Ante todo creo que la foto de la portada merece una explicación. Es la foto de Tiananmen. Creo que es de 1989, el mismo año en que cayó el muro de Berlín. Entonces un filósofo americano de nombre Fukuyama declaró el fin de la historia.
Ensayo sobre el sentido común (ESC) es un libro escrito contra ese fin de la historia y el triunfo de la ideología que hay detrás, aunque también es desde luego un libro contra cierto totalitarismo de izquierdas que contribuyó a edificar ese muro, o que en Tiananmen masacró a variados ciudadanos que pedían más libertad política.
Es un libro sobre el sentido común. ¿Qué es el sentido común? Voy a permitirme citar a Antonio Machado: “Nuestra lógica pretende ser la de un pensar poético, heterogeneizante, inventor o descubridor de lo real. Que nuestro propósito sea más o menos irrealizable, en nada amengua la dignidad de nuestro propósito. Mas si éste se lograre algún día, nuestra lógica pasaría a ser la lógica del sentido común”.
Este “Ensayo” pretende eso exactamente: ofrecer material teórico para inventar o descubrir otra realidad, otra historia –pero no de una forma determinista como hacen los nacionalismos, del que sabemos mucho, demasiado ya, por aquí-, sino con el fin de pensar las posibilidades que tiene hoy la democracia. Y lo intenta hacer desde esta perspectiva heterogeneizante, poética incluso, a la que alude Machado en su “lógica del sentido común”. Os recomiendo que os leáis su “Juan de Mairena”...
Bien, así pues, estoy en contra del fin de la historia, o de la historia concebida a la manera nacionalista. Creo que desde finales del siglo XIX, pero especialmente en los últimos 20 años del siglo XX (desde que el Quebec reclama el derecho de autodeterminación), el capitalismo más salvajemente especulador se ha visto acompañado de un peligroso auge del populismo nacionalista, identitario como se dice ahora. Es el caso que a principios de los años 70 el 80% de las transacciones económicas mundiales se hacían sobre cosas y hoy se hacen sobre dinero. Es decir, se hace dinero con el dinero. Y el que sale peor parado de esta globalización corporativista no son las minorías culturales, raciales, etc.. Al contrario estas han sido y son más bien un valor añadido a este tipo de capitalismo. Es el capitalismo temático, en el que la cultura de costumbres congeladas juega un papel casi de i+D.
El que sale peor parado es si me permitís barrer para casa el sentido común, entendido como “aquello que nunca falta donde hay seres humanos”, como ha dicho Savater. Hoy no, hoy nos tenemos que identificar no por lo que compartimos, sino por lo que nos diferencia. Y hay todavía quien se opone a la lógica de la guerra desde estos parámetros. Por eso digo que aun en su vertiente basada en la voluntad integradora, la retórica nacionalista de los derechos humanos y de la democracia es eso, retórica de hojalata, en el mejor de los casos es pura metafísica verbal.
Hay pues en el fondo de este libro una mirada retrospectiva al legado del mayo del 68, que fue la revolución de las costumbres que puso sobre el tapete mundial precisamente la liberación de lo minoritario, de lo diferente, etc. Pero ¿qué ocurrió con el feminismo, con el ecologismo, con los movimientos de liberación corporal y otros en general?: ocurrió que queriendo cambiar la vida se olvidaron de la política. Manifestaron causas clásicas de reivindicación, pero dentro de un horizonte no-clásico, es decir, no dentro de horizonte de emancipación, sino de sumisión a esas determinaciones, lo que desactivaba por completo su poder liberador.
Fueron movimientos profundos porque pusieron en cuestión aspectos antropológicos del ser humano, como la familia, etc., pero por su misma base teórica y por dispersión coyuntural fueron movimientos que en su versión más acabada han conllevado una especie de pensamiento reaccionario de izquierdas, anti-político, conocido como progresismo, o también como ideología de lo políticamente correcto. En fin, a todo ello se puede aludir como posmodernidad, y no es casualidad que el primer libro que habla de la condición posmoderna fuera escrito a petición del Gobierno de Quebec por un filósofo que había estado implicado en el mayo del 68.
Contra esa especie de “pensamiento débil”, como también se le ha llamado, también está escrito este libro. Obviamente no para atacar a la democracia, sino al contrario, para volver a ponerla como punto principal de cualquier proyecto centralmente político. Y esa es la esperanza, frágil sin embargo, del llamado movimiento altermundialista, o de globalización política.
Y si digo que mi esperanza es frágil es porque me parece que todavía sigue sin hacerse autocrítica positiva del mayo del 68, sobre todo en relación con la cuestión de la llamada “identidad posmoderna”. El caso más grave es sin duda esa especie de terrorismo rico o pijo de ETA en el País Vasco, que sirve como chantaje de una determinada política de negación de los derechos humanos porque se los supedita a una previa asunción de una nacionalidad cultural. Y uno de los problemas, entre muchos, del plan de Estatuto Político del País Vasco (como si el Estatuto de ahora fuera sólo un acta notarial) no es sólo que no sirva para aligerar el Estado-nación que llamamos España, ni tan siquiera el problema es que sea un plan de Estado-nación a la vieja usanza, no, es que ni eso, se trata de un plan que niega de raíz la libertad política (no sabemos todavía hasta qué punto) para salvar a un “pueblo”, mientras se amenaza de muerte a la mitad de ese pueblo. La situación en Cataluña con la reforma del Estatut planteada no incluye esa distinción, o la incluye de manera sólo retórica, no sabemos todavía hasta qué punto. Pero si el editorial de “La Vanguardia” del día siguiente a las elecciones puede decir tranquilamente que Mas va a ser el 128º presidente –democrático, se entiende- de la Generalitat, tenemos que pensar que el primero fue Pedro el Ceremonioso, elegido, como todo el mundo sabe gracias a la educación nacionalista, por sufragio universal en el siglo XIV. O sea...
Por tanto lo que reclamo en este libro es una especie de repolitización social sobre bases ilustradas. Más política, menos pensamiento débil de que todo vale, de que todo es respetable. Y no reclamo una democracia sobre la base de la Razón positivista absoluta de la mayoría, bien decapitada ya, pero tampoco sobre esas pequeñas razones absolutas en que se ha convertido la ideología de la diferencia. Obviamente todos tenemos nuestras razones, pero todos tenemos razón para usarla. Y sobre todo todos tenemos algo más común que eso, que es nuestra humanidad. Por eso utilizo al final del libro al filósofo político más importante de nuestra era moderna, llamado Spinoza, quizá el único pensador europeo que se atrevió a defender la democracia con todas sus consecuencias, filósoficas, morales, culturales, económicas y por supuesto políticas.
Y la idea principal es que la democracia no sólo es un procedimiento para elegir representantes sino también un régimen, algo sustancial, no es un mero trámite formal sino un sistema con principios y valores, deficientemente plasmados en la Constitución, pero positivamente plasmados, que hay que enseñar y aprender. Por eso es tan importante la educación. Por eso también intentamos decidir en asamblea política y en la medida de lo posible las cuestiones económicas, sin menosacabar la libertad económica, pero supeditándola a la ley pública antes que dejar la decisión final en la mano invisible del mercado, que suele favorecer en este caso sobre todo a ciertas manos invisibles... No defiendo, pues, un intervencionismo y menos determinista, sino una nueva economía política que pueda plantearse reflexivamente sus fines, que antes de trabajar se pregunte qué es lo que quiere hacer, cómo y por qué, en atención final al mejoramiento o no de la libertad política, la cual siempre tiene que estar en primer lugar si lo que queremos es realmente una democracia. Pero en fin, hay que asumir que por su misma naturaleza, afortunadamente, la democracia es un sistema un poco caótico.
Tenemos, pues, la obligación hermosa de convivir en la misma tierra todos los hombres, y por ello defiendo algo parecido a una democracia mundial lo menos burocrática posible. Una utopía si se quiere de cooperación sin mando, pero que sea capaz también de discutir los consensos unánimes, normalmente decretados hoy por la prensa y la TV establecidas, eso que llamamos el 4º Poder, o por los sistemas de partidos.
O sea, se trata de establecer cooperaciones intrínsecamente conflictivas. Que se pueda vivir con alegría en el conflicto. Y creo que el Estado, entendido como institución pública, que es de todos y a todos nos afecta, es un buen instrumento para ello. Yo sólo entiendo la nación, entonces, como nación de ciudadanos que anteponen su libertad política a cualesquiera determinaciones biológicas, de género, o aspectos culturales, etc. que puedan tener. O sea, una idea republicana, pero que no, para no perder del todo las luces entre el marasmo posmoderno, vuelva a ser doctrinaria, de base científico-natural, o providencial a la manera casi religiosa. O más posmoderna todavía, en el sentido reaccionario que va adquiriendo esta condición. No, más bien queremos al menos como principio de acción una nueva sentimentalidad democrática común, cosmopolita, que pueda poner en práctica el ideario del “piensa global, actúa local”. Ese es el desafío de hoy.
El sentido común es la base de la incertidumbre de lo que significa ser humano, pues un ser humano solo no podría sobrevivir, y antes que su identidad particular, comparte la semejanza que lo une a los demás hombres. Pues la identidad es algo que tenemos el derecho a construirnosla cada cual libremente como más nos plazca. Claro que tenemos determinaciones que no hemos elegido, o herencias que a veces nos vienen muy bien, pero para ser cabalmente humanos no podemos reducirnos a ellas. Ellas son necesarias, pero no determinan inexorablemente nuestra libertad. Esto, además de socavar de raíz el principio de democracia, lo que hace es matar el misterio de la vida, que es nuestro más precioso bien. Un poco como ha hecho siempre el poder temporal de la Iglesia cuando se ha mezclado o ha anulado la política, ¿no?
Así pues, y para acabar, me explico este libro como un intento de reflexionar sobre esa sana locura del sentido común que se necesita, como dice Machado, para descubrir o inventar una nueva realidad, más libre, más heterogénea, más polifacética. Que tenga como base y horizonte a los ciudadanos concretos. Que posea como ideal un cierto nomadismo de los derechos individuales, que tanto podría aportar a los problemas actuales de la migración. Una realidad, en suma, que no esconda que somos mortales. Pues no se trata de crear inmortalidad como si fuéramos Dios, porque no podemos crear ni un gramo de materia más de la que hay, y nuestra inmortalidad simbólica, como la misma palabra “símbolo” indica, es algo no omnipotente, algo fracturado en su esencia, algo que tenemos que compartir, ahora sí, relativamente.
Ante todo creo que la foto de la portada merece una explicación. Es la foto de Tiananmen. Creo que es de 1989, el mismo año en que cayó el muro de Berlín. Entonces un filósofo americano de nombre Fukuyama declaró el fin de la historia.
Ensayo sobre el sentido común (ESC) es un libro escrito contra ese fin de la historia y el triunfo de la ideología que hay detrás, aunque también es desde luego un libro contra cierto totalitarismo de izquierdas que contribuyó a edificar ese muro, o que en Tiananmen masacró a variados ciudadanos que pedían más libertad política.
Es un libro sobre el sentido común. ¿Qué es el sentido común? Voy a permitirme citar a Antonio Machado: “Nuestra lógica pretende ser la de un pensar poético, heterogeneizante, inventor o descubridor de lo real. Que nuestro propósito sea más o menos irrealizable, en nada amengua la dignidad de nuestro propósito. Mas si éste se lograre algún día, nuestra lógica pasaría a ser la lógica del sentido común”.
Este “Ensayo” pretende eso exactamente: ofrecer material teórico para inventar o descubrir otra realidad, otra historia –pero no de una forma determinista como hacen los nacionalismos, del que sabemos mucho, demasiado ya, por aquí-, sino con el fin de pensar las posibilidades que tiene hoy la democracia. Y lo intenta hacer desde esta perspectiva heterogeneizante, poética incluso, a la que alude Machado en su “lógica del sentido común”. Os recomiendo que os leáis su “Juan de Mairena”...
Bien, así pues, estoy en contra del fin de la historia, o de la historia concebida a la manera nacionalista. Creo que desde finales del siglo XIX, pero especialmente en los últimos 20 años del siglo XX (desde que el Quebec reclama el derecho de autodeterminación), el capitalismo más salvajemente especulador se ha visto acompañado de un peligroso auge del populismo nacionalista, identitario como se dice ahora. Es el caso que a principios de los años 70 el 80% de las transacciones económicas mundiales se hacían sobre cosas y hoy se hacen sobre dinero. Es decir, se hace dinero con el dinero. Y el que sale peor parado de esta globalización corporativista no son las minorías culturales, raciales, etc.. Al contrario estas han sido y son más bien un valor añadido a este tipo de capitalismo. Es el capitalismo temático, en el que la cultura de costumbres congeladas juega un papel casi de i+D.
El que sale peor parado es si me permitís barrer para casa el sentido común, entendido como “aquello que nunca falta donde hay seres humanos”, como ha dicho Savater. Hoy no, hoy nos tenemos que identificar no por lo que compartimos, sino por lo que nos diferencia. Y hay todavía quien se opone a la lógica de la guerra desde estos parámetros. Por eso digo que aun en su vertiente basada en la voluntad integradora, la retórica nacionalista de los derechos humanos y de la democracia es eso, retórica de hojalata, en el mejor de los casos es pura metafísica verbal.
Hay pues en el fondo de este libro una mirada retrospectiva al legado del mayo del 68, que fue la revolución de las costumbres que puso sobre el tapete mundial precisamente la liberación de lo minoritario, de lo diferente, etc. Pero ¿qué ocurrió con el feminismo, con el ecologismo, con los movimientos de liberación corporal y otros en general?: ocurrió que queriendo cambiar la vida se olvidaron de la política. Manifestaron causas clásicas de reivindicación, pero dentro de un horizonte no-clásico, es decir, no dentro de horizonte de emancipación, sino de sumisión a esas determinaciones, lo que desactivaba por completo su poder liberador.
Fueron movimientos profundos porque pusieron en cuestión aspectos antropológicos del ser humano, como la familia, etc., pero por su misma base teórica y por dispersión coyuntural fueron movimientos que en su versión más acabada han conllevado una especie de pensamiento reaccionario de izquierdas, anti-político, conocido como progresismo, o también como ideología de lo políticamente correcto. En fin, a todo ello se puede aludir como posmodernidad, y no es casualidad que el primer libro que habla de la condición posmoderna fuera escrito a petición del Gobierno de Quebec por un filósofo que había estado implicado en el mayo del 68.
Contra esa especie de “pensamiento débil”, como también se le ha llamado, también está escrito este libro. Obviamente no para atacar a la democracia, sino al contrario, para volver a ponerla como punto principal de cualquier proyecto centralmente político. Y esa es la esperanza, frágil sin embargo, del llamado movimiento altermundialista, o de globalización política.
Y si digo que mi esperanza es frágil es porque me parece que todavía sigue sin hacerse autocrítica positiva del mayo del 68, sobre todo en relación con la cuestión de la llamada “identidad posmoderna”. El caso más grave es sin duda esa especie de terrorismo rico o pijo de ETA en el País Vasco, que sirve como chantaje de una determinada política de negación de los derechos humanos porque se los supedita a una previa asunción de una nacionalidad cultural. Y uno de los problemas, entre muchos, del plan de Estatuto Político del País Vasco (como si el Estatuto de ahora fuera sólo un acta notarial) no es sólo que no sirva para aligerar el Estado-nación que llamamos España, ni tan siquiera el problema es que sea un plan de Estado-nación a la vieja usanza, no, es que ni eso, se trata de un plan que niega de raíz la libertad política (no sabemos todavía hasta qué punto) para salvar a un “pueblo”, mientras se amenaza de muerte a la mitad de ese pueblo. La situación en Cataluña con la reforma del Estatut planteada no incluye esa distinción, o la incluye de manera sólo retórica, no sabemos todavía hasta qué punto. Pero si el editorial de “La Vanguardia” del día siguiente a las elecciones puede decir tranquilamente que Mas va a ser el 128º presidente –democrático, se entiende- de la Generalitat, tenemos que pensar que el primero fue Pedro el Ceremonioso, elegido, como todo el mundo sabe gracias a la educación nacionalista, por sufragio universal en el siglo XIV. O sea...
Por tanto lo que reclamo en este libro es una especie de repolitización social sobre bases ilustradas. Más política, menos pensamiento débil de que todo vale, de que todo es respetable. Y no reclamo una democracia sobre la base de la Razón positivista absoluta de la mayoría, bien decapitada ya, pero tampoco sobre esas pequeñas razones absolutas en que se ha convertido la ideología de la diferencia. Obviamente todos tenemos nuestras razones, pero todos tenemos razón para usarla. Y sobre todo todos tenemos algo más común que eso, que es nuestra humanidad. Por eso utilizo al final del libro al filósofo político más importante de nuestra era moderna, llamado Spinoza, quizá el único pensador europeo que se atrevió a defender la democracia con todas sus consecuencias, filósoficas, morales, culturales, económicas y por supuesto políticas.
Y la idea principal es que la democracia no sólo es un procedimiento para elegir representantes sino también un régimen, algo sustancial, no es un mero trámite formal sino un sistema con principios y valores, deficientemente plasmados en la Constitución, pero positivamente plasmados, que hay que enseñar y aprender. Por eso es tan importante la educación. Por eso también intentamos decidir en asamblea política y en la medida de lo posible las cuestiones económicas, sin menosacabar la libertad económica, pero supeditándola a la ley pública antes que dejar la decisión final en la mano invisible del mercado, que suele favorecer en este caso sobre todo a ciertas manos invisibles... No defiendo, pues, un intervencionismo y menos determinista, sino una nueva economía política que pueda plantearse reflexivamente sus fines, que antes de trabajar se pregunte qué es lo que quiere hacer, cómo y por qué, en atención final al mejoramiento o no de la libertad política, la cual siempre tiene que estar en primer lugar si lo que queremos es realmente una democracia. Pero en fin, hay que asumir que por su misma naturaleza, afortunadamente, la democracia es un sistema un poco caótico.
Tenemos, pues, la obligación hermosa de convivir en la misma tierra todos los hombres, y por ello defiendo algo parecido a una democracia mundial lo menos burocrática posible. Una utopía si se quiere de cooperación sin mando, pero que sea capaz también de discutir los consensos unánimes, normalmente decretados hoy por la prensa y la TV establecidas, eso que llamamos el 4º Poder, o por los sistemas de partidos.
O sea, se trata de establecer cooperaciones intrínsecamente conflictivas. Que se pueda vivir con alegría en el conflicto. Y creo que el Estado, entendido como institución pública, que es de todos y a todos nos afecta, es un buen instrumento para ello. Yo sólo entiendo la nación, entonces, como nación de ciudadanos que anteponen su libertad política a cualesquiera determinaciones biológicas, de género, o aspectos culturales, etc. que puedan tener. O sea, una idea republicana, pero que no, para no perder del todo las luces entre el marasmo posmoderno, vuelva a ser doctrinaria, de base científico-natural, o providencial a la manera casi religiosa. O más posmoderna todavía, en el sentido reaccionario que va adquiriendo esta condición. No, más bien queremos al menos como principio de acción una nueva sentimentalidad democrática común, cosmopolita, que pueda poner en práctica el ideario del “piensa global, actúa local”. Ese es el desafío de hoy.
El sentido común es la base de la incertidumbre de lo que significa ser humano, pues un ser humano solo no podría sobrevivir, y antes que su identidad particular, comparte la semejanza que lo une a los demás hombres. Pues la identidad es algo que tenemos el derecho a construirnosla cada cual libremente como más nos plazca. Claro que tenemos determinaciones que no hemos elegido, o herencias que a veces nos vienen muy bien, pero para ser cabalmente humanos no podemos reducirnos a ellas. Ellas son necesarias, pero no determinan inexorablemente nuestra libertad. Esto, además de socavar de raíz el principio de democracia, lo que hace es matar el misterio de la vida, que es nuestro más precioso bien. Un poco como ha hecho siempre el poder temporal de la Iglesia cuando se ha mezclado o ha anulado la política, ¿no?
Así pues, y para acabar, me explico este libro como un intento de reflexionar sobre esa sana locura del sentido común que se necesita, como dice Machado, para descubrir o inventar una nueva realidad, más libre, más heterogénea, más polifacética. Que tenga como base y horizonte a los ciudadanos concretos. Que posea como ideal un cierto nomadismo de los derechos individuales, que tanto podría aportar a los problemas actuales de la migración. Una realidad, en suma, que no esconda que somos mortales. Pues no se trata de crear inmortalidad como si fuéramos Dios, porque no podemos crear ni un gramo de materia más de la que hay, y nuestra inmortalidad simbólica, como la misma palabra “símbolo” indica, es algo no omnipotente, algo fracturado en su esencia, algo que tenemos que compartir, ahora sí, relativamente.
En lo que podemos cambiar es en nosotros mismos, cambiarnos entre nosotros mismos, un poco como en un carnaval, si se quiere, crear y hacer más amplia y más racional la realidad simbólica en la que convivimos, como si estuviésemos en una fiesta donde cada día podemos cambiar de disfraz, pero donde bajo todos los disfraces diferentes late un parecido y común sentimiento de convivencia lograda y posible.
7 Comentarios:
hombre, no sé si estará bien que aparezca por aquí; pero muchas gracias y que lo disfruten!
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