11 de junio de 2008

Opiniones de una urraca

(*) A un ilustre y ya viejo escritor australiano su editorial le encarga un capítulo para un libro de ensayos cuyo título, Opiniones contundentes, es una declaración de guerra y vida para la resignada vejez del novelista, que no ensayista. Este personaje autobiográfico sirve a J. M. Coetzee para escribir Diario de un mal año. La contundencia de las opiniones es un encargo de sensación para el público por parte del editor, al que el autor responderá con una aportación racional: radicalidad. Dado que es viejo, ilustrado y australiano (sudafricano blanco), tres condiciones marginales para la opinión dominante, moverse en los extremos de la contundencia del contrato y del ejercicio de la razón en lugar de la consigna no le costará nada. No hará más que volver a la racionalidad y cultura que, más que su oficio de intelectual, fueron motivos de admiración y deseo para las mujeres durante toda su vida. Y de consecuente orgullo masculino para él.

Así que volver a pensar en público y ser de nuevo deseado -a su edad- por una mujer, representada por su secretaria particular en la novela, aseguran su resurrección personal. Una reencarnación en macho que no será más que un testimonio público secundario como opinante, coincidiendo involuntariamente con la estrategia empresarial del editor. La forma de novela un tanto experimental -organizada en tres secciones de lectura independiente pero constantes en cada página- que da al encargo de ensayo no es sólo un recurso formal y una inercia de su estilo, sino una verdadera declaración de que reivindicar el juego de razón y deseo entre hombre y mujer no admite la asepsia sexual del catálogo de opiniones, sean discordantes o no con el canon vigente.

La salida de la clandestinidad a la que la corrección política ha condenado sus juicios, vida y obra es más carnal que política o ideológica, una rebelión de instintos y costumbres más que una incorrección pasajera, por lo que su efecto es más devastador para las nuevas conciencias de la extinción a través de la igualdad. Coetzee no hace tanto una denuncia de la alquimia repentina de viejas virtudes en públicas herejías como una proclamación de la personalidad de su república. Y de su paradójica vigencia. Sus opiniones contundentes son un destilado sentimental de la propia trayectoria vital del autor, sin más accidentes heroicos a destacar que haberse labrado una independencia solvente de criterio, que ya es bastante. Expuestas sin una irreverencia forzada ni afán provocador, esas opiniones resultan tan verosímiles como involuntariamente morales.

La confluencia de esos dos compañeros extravagantes, sabiduría y senilidad, recorre los juicios e impresiones de Diario de un mal año. La misma, pero con más estilo (y discreción), de que ha hecho gala Gore Vidal en el reciente coloquio del Festival Hay-On-Wye: "¿Dígame, señor Gore Vidal, a medida que se hace mayor, va encontrando la sabiduría? [pregunta el periodista]. -Senilidad es la palabra que está buscando, hijo, senilidad.” Esa displicencia con que la vejez disfraza la fatalidad de un mundo perdido es la que hizo a Kipling amenazar con su bastón a un periodista de Nueva York que se atrevió a preguntarle por sus opiniones personales. Aunque ante hechos flagrantes la reacción a un mundo que se siente como ajeno no espera y se muestra en plena madurez: "Estoy muy inquieto viendo tanta sandez", escribe Marañón a Ortega a finales de 1931, a propósito de la evolución que seguía la recién inaugurada República y que les hizo fundar al comienzo de ese mismo año la Agrupación al Servicio de la susuodicha.

Inquietud por ver tanta sandez, un estado histórico de indignación siempre propio de una minoría ilustrada que se siente jubilada por la invasión de los pánfilos. En los juicios de Coetzee no hay queja resignada ni reclamo moral sino restos de lucidez de un viejo observador: “En otro tiempo la pequeña franja de tierra que hay frente a la Torres perteneció a las aves, que hurgaban en el lecho del riachuelo y partían las piñas para extraer los piñones. Hoy se ha convertido en un espacio verde, un parque público frecuentado por animales bípedos. (...) Desde que empezaron a aparecer esos recién llegados, las aves se mantienen a prudente distancia. Todas salvo las urracas. Todas salvo la urraca jefe (así es como la considero), el más viejo, por lo menos el más majestuoso y maltrecho de los pájaros, del que imagino que es macho hasta el tuétano. Cuando estoy sentado en el banco, camina trazando lentos círculos a mi alrededor. No me está inspeccionando. No siente ninguna curiosidad por mí. Me está advirtiendo, me advierte que me vaya. También está buscando mi punto vulnerable, por si tiene necesidad de atacarme, por si llegamos a esa situación.”

Majestuoso, maltrecho y macho, tres avisos para corrales que los nuevos siervos emancipados hacen sonar con furor. Pero sin reto; los estorninos no retan, vuelan en bandada y velan el silencio con estruendo. La urraca, símbolo de curiosidad e independencia, repite nobleza al ser pintada por el Goya cortesano atada por una pata al infante Don Manuel Osorio Manrique de Zúñiga. El contraste entre la maldad simbolizada por los gatos y la inocencia del niño da paso a una imagen actual: la candidez de muñeco que muestra el poder representado por el infante.

(Don Manuel Osorio Manrique de Zúñiga, niño.)

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