15 de abril de 2009

Meritorio de indiano

(*) Al cabo de un tiempo en un nuevo trabajo uno sabe reconocer cuál fue su mejor momento. En la portería del albergue del Ejército de Salvación fue la tercera noche: ya sabía dónde estaba el retrete y aún no me habían robado. Apagaban la luz a las once y sereno, con lo que saber guiarse a tientas sin meter mano a ningún huésped era una cuestión de urgente supervivencia.

No todo eran buenas noticias; en el contrato figuraba la altruista costumbre local que ustedes conocerán bien y yo ignoraba: la mayor parte del sueldo se fía a las propinas de los clientes. Dada la hacienda de los inquilinos tendría que sacudirme la noble pereza española y aguzar el ingenio si quería prosperar y convertirme en indiano de provecho. No quedaba más remedio que aligerar a los internos de calderilla sobrante y cachivaches inútiles, a los que se aferraban con romántica emoción, comprensible en gente de educación sentimental tan delicada. Esta penosa situación se agravaba con la encomienda de un nick de proveerme de una costosa cámara fotográfica y robar imágenes memorables a las criaturas que pululaban -y algunas ululaban- por tan piadoso lugar. Por toda tecnología contaba con una roída linterna provista de pilas nuevas pero sin bombilla, así que tuve que recurrir a la generosidad inconsciente de uno de los alojados cuando dormía a ronquido suelto. Lo había visto entrar esa tarde armado con una kodak instamatic de cartón amarillo rancio, probablemente la legítima de alguna herencia familiar. Deduzco ese valor sentimental de cómo moqueaba el sujeto al sobarla con su única mano repleta de manchas mientras la escondía en su regazo, aunque después me aclararía que no era más que la coda de una neumonía crónica.

El tipo en cuestión exhibía sin pudor una cara picada de viruela, el muñón de la mano huérfana grapado con una medalla militar a la bocamanga y un olor acre pero equilibradamente uniforme en todo su cuerpo, todos ellos dignos de peor alojamiento del que me honraba a diario. Lucía un modesto, casi minimalista, tatuaje consistente en una línea de puntos alrededor del cuello con una discreta tijera en un extremo. Afortunadamente para él, la mugre habitual escondía las instrucciones de uso, también grabadas en la piel. Su aspecto era un formidable desafío al furor moderno de la cirugía estética y una innovación en el bricolaje corporal. Completaba la pretensión varón dandy con un chaquetón de infantería tan raído como su alma y con tantas manchas como antiguos propósitos de enmienda y sueños nocturnos de redención. El camuflaje de la prenda le ayudaba a olvidar esas peligrosas tentaciones. Paradojas de la fortuna que yo pensaba hacer con su instamatic, decidió intimar conmigo hasta el punto anglosajón de equilibrio y dos por debajo del ibérico de fusión. Lo suficiente para contarme que el origen de su pobreza había sido su desprecio por la fama, “a cuyo amor Milton llamaba la flaqueza del noble”, precisaba entre hipos etílicos y suspiros de mendigo ilustrado. Añadió que ésa era toda la relación que había tenido con la nobleza. Y con la calefacción central, cada vez que iba a leer a los clásicos a la biblioteca pública. Si uno rascaba con vigor tras sus aperos castrenses para calibrar su posible peligro y averiguar su carácter, se notaba que no era lo bastante inocente como para ser perverso pero sí lo suficiente como para ser el tonto útil de otros parroquianos del hotel, a los que servía hamburguesas caducadas a cambio de su esquiva caridad. Mientras él andaba con las cuitas de su biografía pude ejecutar mi contrato de trabajo distrayendo de las taquillas de los residentes otras propinas en especie, como una batidora sin cable, un infiernillo plegable y una vieja Biblia vaciada en su interior en forma de monedero, un útil de trabajo habitual entre los hospedados.

Al amanecer terminé mi turno y salí al descampado que acogía el hotel provisto del digno botín acopiado durante la noche de guardia, con paso apresurado y cartera ávida hacia la casa de empeños. Me recibió un cielo agrio en el que parecía que la limpiadora hispana de plantilla hubiera sacudido sin contemplaciones la roña de los dormitorios comunales. Un cielo de ciudad que, como el nocturno al que jubilaba, no escondía su fobia hacia las estrellas y todo rastro de naturaleza. Pero la estampa se deshizo cuando me detuvo una manaza apretando con firmeza mi hombro. Hank, que así se hacía llamar en poético homenaje, dijo oportunamente que era un cielo sin comentarios, como el de cada día, que me dejase de veleidades literarias y que le acompañase a un lugar por el que tenía querencia. Al cabo de andar un buen rato en ayunas y con la garganta empotrada en su cariñosa zarpa me puso firmes ante el Memorial a los veteranos de Vietnam. De improviso me dio la mano y sobrecogidos, él de honor y yo de frío, guardamos un silencio antiguo frente al muro de mármol negro satinado con el mismo honor de otros aprendices de Hank como él.

A falta de una propia, llevaba esta foto en su cartera.
Guardaban un parecido, sobre todo cuando se lavaba.

(*) Publicado en Nickjournal 6 abril 2009.

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