100 días y 200 años
(*) Se cumplen 100 días del nuevo gobierno norteamericano y poco más de 200 años del abandono de estas nuestras colonias. La primera conmemoración corresponde a un país tan amante de las prisas que disfruta de dinastías cortas, no superando ninguna de ellas los cuatro años, o los ocho en raros momentos de nostalgia monárquica. Su dependencia del reloj es paralela a la nuestra de la desidia. El segundo aniversario es de mayor enjundia y requiere una crónica urgente, no vayan a proclamar otra vez la independencia mientras esperamos a un nuevo Deseado. Un país cuya última presencia en el mundo fue hace dos siglos necesita un enviado especial.
Las dificultades del viaje no deben arredrar a una misión que se propone salvar tamaña negligencia imperial, así que fío los cuantiosos viáticos que se han de producir a la buena voluntad del Ministerio, cualquiera que sea el ramo, que es impropio de un corresponsal espontáneo señalar. En su probable defecto tendré que acogerme a la hospitalidad de los indígenas, demostrada en la reunión otoñal del G-20 –remedo de nuestro Consejo Real- en Washington, ciudad principal cuyo nombre es una perversión nativa de su evidente origen, Guadalajara y Chinchón. La impronta española se observa por doquier.
Valorar en su justa medida ambas efemérides obliga a una perspectiva caballera de la Historia, para la que me procuro un vehículo apropiado al empeño, una calesa, distrayéndola a una tribu local llamada amish, claros descendientes de nuestros carreteros. En medio del sorprendente disgusto de esas gentes sencillas y de genio pronto me dirijo al lugar más representativo de las costumbres indígenas: un almacén de coloniales del tamaño de una catedral acostada, a la que ellos llaman mall. Dejo la calesa en un invento local del que el nativo gusta mucho en su simpleza: un aparcamiento inmenso y casi vacío, de hormigón rajado y sitiado por vallas tan oxidadas como nuestro recuerdo en América. Es un rectángulo cruzado de rayas blancas que parecen haber sido pintadas por niños gigantes en un siniestro juego infantil de soledades simétricas, las que entran a comprar con la misma familia y cupón de la mano.
En su interior los habitantes se entregan a sus aficiones favoritas: el porte y acarreo de fardos y el trasiego de mercancías, al que llaman con inocente ilusión comercio. A diferencia de nosotros, no piensan que todo negocio paralice los sentimientos. La marcha de los cargadores nativos está dirigida por el instinto más que por la razón y entre ellos rige una curiosa costumbre por la cual los bultos abandonados pertenecen por derecho a las gentes de buena voluntad, es decir, a los más débiles. Siendo la carga y el comercio los oficios principales de estos indígenas no es de extrañar su devoción por los vehículos a motor y su dedicación a las caravanas, en las que pasan buena parte de sus vidas y en cuyo tráfico se atascan. Por lo demás, son gentes prácticas y alegres, carentes de la gravedad especial que nos distingue y ajenas a toda reputación, lo que les permite campar por sus respetos en el resto de nuestras colonias.
Adornan el lugar numerosos retratos del nuevo jefe de estas tribus, un mulato cuyos rasgos no son del todo desagradables y al que prestan una reverencia primitiva. Lleno a la vez de valor y prudencia, es alto y bien formado y sus miembros anuncian vigor, desplegando una tremenda actividad, probablemente incrédulo de su elección. Muestra fijeza de resolución y al ritmo que lleva su celo es muy posible que celebre los 200 días antes de que ustedes terminen de leer esta crónica. Está dotado de una cortesía enteramente europea y cuentan sus súbditos que ha abierto corte de criollos en la que caben desde sabios hasta los más variados vivales.
En materia de religión proliferan las herejías, amenizadas por cánticos grupales en las respectivas iglesias, clara reminiscencia de la época reciente en la que danzaban alrededor del fuego conjurando a los espíritus de la noche. De ese tiempo guardan un alto sentido del miedo, lo que les ha hecho un país adelantado en la moderna inducción de temor y consecuente administración de seguridad, para mejor control de sus súbditos. Profesan sus creencias con firmeza pero sin la rigidez de esos escépticos tan devotos de la duda que cualquier otra fe les supondría una liberación. A diferencia de los europeos, organizan y aprecian su breve historia pero no su nostalgia.
Harto de política y de historia busco una distracción acorde con la empresa patria y a cargo del dicho ministerio, cuando veo un letrero luminoso que reza algo así como “gay ear…” y que traduzco con soltura como gallera, uno de nuestros recios deportes. Entro con la avidez del apostador y unos caballeros de suaves modales me conducen sin mediar palabra inteligible a un reservado, sin duda reconociendo el gusto por la discreción del carácter español. Las galanterías se suceden en ese apartado cortesano de terciopelo raído e interpreto esas lisonjas como un prólogo a la tan esperada pelea de gallos, si bien ésta se retrasa sin explicación que valga. Con paciencia benedictina salgo de allí escocido en algo más que mi dignidad pero con la satisfacción de la misión cumplida.
(*) Publicado en Nickjournal 29 de abril de 2009.
Etiquetas: Cuentos de cantamañanas, Estados Unidos
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