30 de mayo de 2009

Negociaciones en el Capitolio

(*) Visito el Capitolio de incógnito con el único propósito de recuperar la isla de Guam para nuestros intereses, no para la Corona, como habrán adivinado Sus Perspicacias. La perdimos por un fatal fallo de comunicación al no haberse enterado nuestro virrey en la isla de la traidora guerra con los Estados Unidos. Asimismo y por patriotismo, el comandante de la plaza ignoraba por completo el inglés y el capitán de la fragata estadounidense le correspondía con una cortés y simétrica ineptitud respecto al español. Al presentarse este último en la bahía de Guam para tomar posesión de aquel territorio salió a recibirlo un oficial menor en una chalupa a escala nacional con ánimo de agasajarlo, ignorante como era de la guerra declarada entre ambos países. El anfitrión se convirtió inmediatamente en huésped del norteamericano, que era como entonces se llamaba a los rehenes. Un defecto de instrucción de oficiales y tropa en las artes de arquería y equitación hizo el resto, no pudiendo oponer resistencia a un enemigo más astuto y dotado de armas de fuego. El resultado fue una pérdida tan incruenta como dolorosa para la geografía de España, que se comprimió definitivamente en los mapas escolares. Se pasó de enseñar con el puntero las Filipinas y Guam a mostrar con el dedo el Miño y el Guadiana, después se trocearon ríos y montes y se fundó el Estado de las Autonomías.

Mientras tanto, Joaquín Costa levantaba acta de atrasos de la Restauración columpiando dudas y protestas en la mecedora para que al cabo de un siglo se enseñara en su casa museo la huella dejada por su cabeza sobre la pared. Desde entonces nuestra última huella en el mundo fue en la colonia de Nápoles, en 1911, cuando en el transcurso de una etapa del Giro los ciclistas tuvieron que huir campo a través de una manada de toros; poco después continuaron pie a tierra para atravesar una carretera impracticable, animados por los lanzamientos de tomates e insultos de los espectadores.

Reparar esa prolongada ausencia del concierto de las naciones exige entablar negociaciones inmediatas que devuelvan a nuestro país Guam y el lugar que le corresponde en el mundo: comensal de bronce. Las negociaciones no tienen otro objeto que reforzar el dominio de la nueva metrópoli sobre nuestra colonia con el moderno señuelo del diálogo e infundir ilusión mundana a los nativos del territorio ocupado. El verdadero fin no es otro que evitar los cuantiosos gastos que producen los únicos medios por los que se dirime la propiedad de nuevos territorios: la guerra y el comercio. Pero ahorrar en navíos y valijas es miserable y hunde a un país en el olvido. Desde que nuestros ejércitos se dedican al socorro del necesitado ajeno y a la efímera fama de sus soldados en programas televisivos de exhibición, carecemos de tropas que nos eviten el engorro de la negociación.

En el Capitolio veo dos muestras de la perseverancia en el engañoso arte de convenir: sendas estatuas de un astronauta y un indio con plumas que me precedieron en reclamar sus colonias. Su ejemplo demuestra que negociar es autista y no tiene más objeto que sí mismo, con intervalos para medir la oportunidad de la siguiente etapa. Es lo más cercano a la eternidad que pueda concebirse en esta época instantánea y como tal hay que aplicarse a ello. Siguiendo el patrón de estos pioneros inicio formalmente conversaciones cumpliendo el protocolo internacional que rige para países no beligerantes, es decir, ofreciendo tabaco al ujier que nos guía en la visita del Capitolio. Acompaño el presente con la obtusa digresión anterior a modo de presentación de credenciales. Al cabo aparece un atento servicio de ceremonia compuesto por lacayos con bata blanca y unos extraños artilugios colgados al cuello con forma de patas de calamar y fines auditivos, según explican, lo que interpreto como el plácet a mi petición de audiencia. Estos modernos zahoríes del alma llevan tatuado en su vestimenta un letrero que reza “Mental Health Care”, sin duda la sala de palacio donde podré evacuar mi embajada, pues, como es propio de una tribu populosa, tienen una cabaña para cada cometido. Me intervienen un alijo de mapas de la época que demuestran nuestra propiedad, recuperados de la vecina Librería del Congreso, y me transportan como corresponde a la encomienda en una litera que llaman camilla y debidamente atado, pues es pueblo amante de la seguridad y el confort. El plácet consiste en que cada quince días podré enviar correos electrónicos al sátrapa del reino, el cual me responderá puntualmente, pues padece una forma de eternidad compulsiva.

(*) Publicado en Nickjournal el 14 de mayo de 2009.

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