Viajar: ‘¿Qué hago yo aquí?’
Viajar es saber responder a la sensación que asalta al viajero al cabo de pocos días en su destino en forma de la pregunta ‘¿Qué hago yo aquí?’ Como hizo Bruce Chatwin en su libro homónimo, como Colin Thubron en su recorrido de personal desolación por la desolación actual de Siberia y las repúblicas ex-soviéticas de Asia central. Como no hizo Robert Byron en su ‘Viaje a Oxiana’, porque era un pionero del escritor de viajes, una transición entre el explorador decimonónico y el viajero contemporáneo. Todos ellos precursores del actual turista, al que puede definir como tal la masificación y cosificación del viaje, que lo convierte en objeto falsamente personalizado de consumo, o su propia actitud, dimisionaria del descubrimiento del territorio personal por contraste con el paisaje y las culturas, que califica al viajero.
Viajar, ¿para qué? Viajar, como manifestación de libertad, requiere preguntarse sobre sus límites para que sea efectivo como acto libre. Empezando por los límites de partida, el origen e identidad del viajero. Entonces el viaje es una huida de la pertenencia a una identidad colectiva, del irremisible destino de la propia tribu, no de la esquiva, difusa y a veces ilusa identidad propia. Viajar es la doble tarea de difundir la propia identidad y deshacerla interiormente. Pero la naturaleza del viaje radica más en la huida hacia algo indefinido e imprevisto, en la búsqueda de nuevos límites, en la ampliación y sustitución de los propios, en los surcos que las identidades y dudas ajenas dejan en la mirada propia como huella sobre la cultura anfitriona. ‘¿Para qué?’ no es una pregunta de utilidad, sino de sentido, de liberación del propio viaje de la excrecencia lúdica en que lo sume el ocio negociado y la vacación. Viajar no es diversión, sino versión necesariamente individual de relatos ajenos.
Mirada y sensación. Cuando se llega a un lugar deliberadamente, se visita con un programa -una previsión de sensaciones y conocimientos- o se encuentra uno aleatoriamente en cualquier sitio carente de interés turístico, como un arrabal de Dar –Es-Salam o la misma Motilla del Palancar, sucede la traducción de lo visto y de lo sentido al lenguaje propio para su comprensión, pero también para su consolación. Viajar es intentar suspender esa percepción tranquilizadora que es la traducción de lo desconocido a pautas culturales propias. Intentar evitar el “mar de sensaciones” como suplente de esa percepción, es un segundo requisito para viajar. Pero conservar algo de ambas reacciones casi reflejas como trampolín para conocer lo nuevo es la principal condición para viajar. Para no convertir el viaje en una ilusión pretenciosa. Es un acto difícil, de calibrado continuo y equilibrio inestable, que se plasma con cierta solvencia en la mirada especializada; por ejemplo, en la visita de arquitectura contemporánea (las mismas formas que en tu tribu; criterios comunes de juicio) en entornos distintos. ¿Cómo se ve a Alvaro Siza en su lugar de origen, el que influyó sobre sus formas geométricas y su tipo de intervención sobre esa geografía? ¿Cómo la percepción del viajero moldea su sensación y determina su acción sobre el medio? ¿Qué huella puede dejar, más allá del silencio y la sensación discreta y efímera?
El territorio. El lugar por antonomasia del viaje es la estepa, el espacio continuo, la geografía homogénea, el no-lugar, la frontera sin accidentes físicos como su mejor símbolo, la anti-frontera. Es el territorio de paso de la identidad supuestamente propia del viajero a la ajena que invade, más o menos conocida, pero siempre ajena. La ‘Puszta’, la estepa húngara destinada por la naturaleza a ser zona de transición entre Oriente y Occidente; el desierto entre Malí y Mauritania; la ‘raya’ con Portugal: zonas de habitación efímera, sin límites definidos, que hacen imposible el deslinde de identidades más que como acto iluso. Geografías que definen al viajero como fatal transeúnte.
El tiempo. Ha de ser un ritmo discontinuo que rompa la inercia que convertiría al viaje en turismo compulsivo, en consumo cultural inconsciente y, por tanto, trufado de emociones ajenas, vendidas, adaptadas al visitante, programadas para sentimientos colectivos e intercambiables que uniforman el espacio y las vidas por conocer, ya que no por descubrir.
7 Comentarios:
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¿Hay alguna diferencia hoy en día entre viajero y turista? Los dos se escapan, pero el primero más porque tiene que huir de su negocio habitual y del turismo si quiere ser viajero. Ambos son negocio del ocio. El ocio nos consume.
Saludos, Camarada Orlov.
La foto resume bien el sentido del viaje: las vías del ferrocarril indican que la huida es infinita. Las conchas sobre la arena del desierto y la misma arena significan que donde vamos estamos de paso. Esa impresión tuve hace un tiempo cuando visité Bujhara: más allá del exotismo, ¿queda algo? Lo que vemos nos resulta ajeno.
Lucy in the sky.
Desglosas perfectamente el tema y es la única manera de sacarle todo el partido al viaje. Pero me temo, que la mayoría de la gente se conforma en convertir el viaje de vacaciones en una única ilusión: huir, y esto, limita tanto...
Un saludo del Xiquet.
Ahora que los 80 días resultan un exceso, falta de todo: y, sobre todo, libertad.
Léase el reparto de parias a escasas millas de Malta.
Y un pesquero español, que pasaba por allí, de héroe a villano.
El trabajo es muy bello, pero olvida lo principal.
Ese tránsito o iniciación no vale para los millones de lerdos que salen de vacaciones, en vez de entrar.
Tampoco para aquellos, lo más, que no pueden, porque el mundo se ha llenado de prohibiciones, miedos y visados, que imposibilitan recorrer su mundo a los que no tienen plata.
Como dice la mancebía.
Ania (platense)
¿Cómo se ve a Alvaro Siza en su lugar de origen, el que influyó sus formas geométricas y su tipo de intervención sobre esa geografía?
Se ve de maravilla y se entiende su proceso de creación. Su sensibilidad para resolver problemas arquitectónicos está fuera de toda desconfianza. En cualquier parte. Un saludo lusiano.
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