Recado de escribir
La columna clásica del periodismo, la que no era salomónica porque no tenía posibilidad de enredarse (su vida terminaba en el lector, no había red que la tejiera, ni la sostuviera, ni la desviara y deformara, como internet ahora), parece que era cosa que producía gran placer: “Escribir puede ser más tedioso que placentero, y el periodismo más una degradación que un deber. Pero escribir una columna regular sobre cualquier tema que se nos ocurra es uno de los grandes privilegios de la vida.” Tanto que George Orwell “celebró su deliciosa libertad titulándola ‘A mi gusto’ cuando le ofrecieron una columna en el Tribune, en 1943” (El Arte de escribir columnas, Paul Johnson). Del mismo modo que hay una época en la vida que fragua la personalidad, hay oficios inciertos y expuestos como el periodismo de columna que la moldean continuamente, como un exiliado que mirase desde una galería extraña a hechos e historias cambiantes y ajenos. Anímense pues quienes tienen recado de escribir.
El origen de la columna es anterior al periódico, a su regularidad, y Johnson lo cifra en “Montaigne como columnista fundador y Francis Bacon como su sucesor”, aunque hasta el siglo XVIII no puede hablarse del nacimiento de la columna moderna: “Ya en tiempos de Shakespeare había bien informados caballeros londinenses que escribían columnas regulares sobre la vida en la capital, para informar a la nobleza rural. Pero no se trataba de ensayos reflexivos sino de boletines. El Spectator de Addison y Steele era un periódico con columnas, al igual que el Rambler, el Adventurery, el Idler de Samuel Johnson, el Watchman de Coleridge, que duró sólo diez números”. En sus inicios los escritores se encargaban de imprimir su columna, como los enciclopedistas de conseguir suscriptores, marquesas y mecenas para sus artículos. “Eran los columnistas de la edad heroica”, admira Paul Johnson.
El origen de la columna es anterior al periódico, a su regularidad, y Johnson lo cifra en “Montaigne como columnista fundador y Francis Bacon como su sucesor”, aunque hasta el siglo XVIII no puede hablarse del nacimiento de la columna moderna: “Ya en tiempos de Shakespeare había bien informados caballeros londinenses que escribían columnas regulares sobre la vida en la capital, para informar a la nobleza rural. Pero no se trataba de ensayos reflexivos sino de boletines. El Spectator de Addison y Steele era un periódico con columnas, al igual que el Rambler, el Adventurery, el Idler de Samuel Johnson, el Watchman de Coleridge, que duró sólo diez números”. En sus inicios los escritores se encargaban de imprimir su columna, como los enciclopedistas de conseguir suscriptores, marquesas y mecenas para sus artículos. “Eran los columnistas de la edad heroica”, admira Paul Johnson.
Al precipitarse sin la actual red sobre el conocimiento y el gusto del lector, su principal rasgo era la autonomía, de tema, planteamiento, alcance y medio de publicación. Es decir, la propiedad de su autor. Y la libertad que sólo otorga la propiedad. Johnson la dibuja además como ensayo breve, regular, pulcro y legible y con “una satisfactoria mezcla de conocimiento, argumentación, opinión personal y revelación de carácter”. Un reconstituyente intelectual sin efectos secundarios.
Columna de Addison publicada en Spectator, 7 de junio de 1711.
Los temas que trata permanecen a lo largo del tiempo porque su interés y vigencia los dicta la condición humana: “(...) las calamidades, la educación, el arrepentimiento, la conversación, los pensamientos sobre la muerte (Montaigne); y las riquezas, la juventud y la vejez, la amistad, la ambición, el matrimonio y la soltería (Bacon), aparecen continuamente en columnas escritas a fines del siglo veinte. Estos dos hombres experimentados e inteligentes abordaron muchos de los principales problemas que preocupaban a la gente en el siglo dieciséis, y que también hoy provocan nuestro interés y desconcierto, y que todavía serán piezas del mobiliario intelectual humano mientras dure nuestra raza.”
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Pero los medios de difusión (que no sólo de publicación) de la columna cambian, y ésta se engasta primero en el periódico y después como eslabón del hipertexto que fabrica sin cesar internet, sobre todo cuando adopta la forma de blog abierto a comentarios hasta el amanecer. Con suerte, y si su forma final es redonda, puede ser parada y fonda como estación de guarda agujas, haciendo girar varios discursos a su alrededor. Los lectores pasan de admirar a comentar. Y las lecturas –más que los lectores- multiplican el sentido de la columna y su carácter evocador y provocador. Si internet es la continuación de la imprenta por otros medios y la lectura pasa de ser individual a multitudinaria y simultánea (en el límite, la confusión), el efecto inicial de la red y sus medios (blogs, etc.) es multiplicador de información y de conocimiento, movilizador de antiguos refugiados en el barrio o en la ciudad de provincias. Y, también, generador de diálogo. Dada su capacidad, internet desborda esos logros de ilustración iniciales para convertirse en difusor más que instructor, flautista de egos y productor de compulsión. Un espacio abierto que a veces es instrumento útil de creación y otras se encastilla en camarotes de los hermanos Marx como refugios de quejas y opiniones gregarias. Por los ojos y en el espejo muere el pez.
En cuanto a su enorme y potencial capacidad de influencia, la red se entrampa en la maraña de su trama: se circula deprisa, deprisa, sin la debida estancia en las trincheras que cultive el criterio. Se disuelve la crítica que oriente en el laberinto. No es sólo un fenómeno de proliferación de informaciones, opiniones y conocimientos (requisitos de la vieja columna), de extensión con densidad pero sin intensidad -que también-, sino de predominio de fines individuales –recuperación de la identidad, salida del anonimato- por encima de usos y ritmos que implicarían una feliz servidumbre en el largo camino del conocimiento.
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El columnista dispone como un arquitecto del tema, personajes, datos, sensaciones y mensaje como materiales a los que dar forma en un proyecto cuyo planteamiento gestará una historia y una estética y al que el estilo convertirá en edificio. Incluso puede hacer estructuras sólidas construidas con materiales humildes, como los templos budistas, pero si los trata con grandeza y orden brillarán como norias al atardecer en el país de los dioses. Dos de esos acopios menores son la confidencia y la complicidad con el lector. En cambio, uno principal es el estado de ánimo, que decía Márai que era el periodismo. Un ánimo en vigilia permanente: “Imaginaba que el periodismo consistía en andar por el mundo y observar ciertas cosas, todas irrelevantes, caóticas y sin sentido alguno, como las noticias, como la vida misma... Y ese trabajo me atraía y me interesaba. Tenía la sensación de que el mundo entero estaba siempre lleno de acontecimientos de actualidad y de hechos sensacionales”.
La utilidad se la darán el valor que pueda tener la columna como noticia y el arte cuando sea “bella y gratuita”, como decía Umbral de las columnas de González-Ruano. Gratuidad que incluye el olvido como destino: “Esta profesión lleva en el tuétano la maldición del olvido”, decía Ruano del periodismo. Olvido en el que hemos instalado a los grandes columnistas del periodismo español del siglo veinte, desde muertos recientes como Cándido (y Umbral, al tiempo) hasta Mariano de Cavia, Julio Camba, Fernández Flórez, González Ruano o Cansinos Assens.
El columnista atado al recado de escribir se libera como nómada y moroso con este dictamen: “¡Ah!, qué maravilloso romper las cadenas del mundo y de la opinión pública: perder nuestra identidad personal, --que nos importuna, atormenta y atenaza-- y convertirnos en criaturas del momento, libres de toda atadura –agarrarnos al universo sólo mediante un plato de mollejas, no deber nada más que la cuenta de la cena- y, sin buscar el aplauso ni sufrir el menosprecio, ser sólo conocido con el título de El caballero del salón” (William Hazlitt, Sobre el arte de viajar / El arte de caminar, según traducciones).
(Aparecido en Nickjournal 7 sept. 2007)
Etiquetas: Periodismo
9 Comentarios:
probando una vez más
Hablando de González Ruano, dijo eso tan famoso como cierto de que "la muerte puede consistir en ir perdiendo la costumbre de vivir". Se podría invertir diciendo lo mismo, que la vida puede consistir en ir perdiendo la costumbre de morir. Igual que la columna puede consistir en ir ganando la costumbre de escribir.
Tiempo sin verle, Bartleby.
Me gusta el artículo que nos ha traído, algunas de las cosas a las que apunta, pero no estoy muy de acuerdo. A mi parecer Internet ,a la larga, tal vez haga crecer la calidad de los artículos, por la competencia y por la posibilidad de que cualquiera pueda publicar, independientemente del nombre, familia o méritos anteriores o diversos (me refiero con esto último a las columnas de alguien que ha triunfado, por ejemplo, en el mundo de la canción (El Puma, es broma)).
El periodismo ideal es como todo lo utópico, bello en el aire. A la hora de la concreción encontramos verdaderamente, no es un simple decir, los periódicos llenos de artículos tendenciosos, a veces directamente manipuladores y/o falsos. Tal vez vea más encajado este artículo de hoy en el sentido de que todo se ha convertido en un negocio, y eso sí, cuando el fin último es ganar dinero pues no es "culturizar" y/o "informar"; no es incompatible pero dependiendo de lo que prime el resultado final puede ser muy diferente. Sinceramente, algunas columnas me hacen pensar en por qué le han dado un espacio a esa persona; lo mismo que algunas exposiciones artísticas me inducen a preguntarme de quién será familia el artista que, por supuesto, no sólo vende a precios exorbitantes (y vende) sino que efectivamente acabas conociendo que es, sí, "familia de"; tampoco es un simple decir. Y ya todo cuadra.
No siempre es así, hace muy poquito he leído un artículo que, para mí, es todo un lujo y la pena es precisamente que no estemos acostumbrados a ello, era de Carlos Galilea hablando de Ferreira Gullar. Se titulaba El poeta perplejo.
http://www.elpais.com/articulo/semana/poeta/perplejo/elpepuculbab/20070922elpbabese_9/Tes?print=1
Una de las cosas que me agradan de Internet es precisamente la posibilidad de responder y no tener que tragar ciertos textos como si fuesen palabra de Dios.
Sigo con el libro de Rousseau, lo encuentro interesante, la filosofía pura sin la vida y el contexto de los autores me deja un poco en el aire, me gusta situarme en el ambiente, dentro de lo posible. Siempre me sorprende la similitud de los hombres en cualquier época, aunque no veo por qué debería hacerlo pero así es.
Un saludo.
A ver,la de probando era yo pero tenía mucha prisa y luego no pude seguir. Este comentario se lo había dejado en Azúa pues tenía problemas para ponerlo aquí otra vez (yo, no usted, ya le dije lo cochambroso que va el ordenador que uso) pero parece que los administradores se han puesto serios y ¡me lo borraron! o tal vez es que no lo encuentro entre tanto post de Lu, quién sabe, podría ser. Encogimiento de hombros, se me van a averiar de tanto uso ; )
Piel: No decía lo contrario; si se lo ha parecido es que me he expresado mal. Internet permite escribir y publicar a quien antes no podía, multiplica las posibilidades de comunicación, expresión y representación de una realidad a su vez polimorfa.
Pero todo, todo lo que antes estaba en los libros, está ahora en la red. Hay una mercantilización de la cultura y de la comunicación de la que internet no es causa sino vehículo. Todo se convierte en mercancia porque previamente es consumo. Con perdón de la simplificación, claro.
(Esperoque sus problemas informáticos se hayan resuelto. Seguro que sus hombros están en perfecto uso y el sano ejercicio de levantar el vuelo les va bien)
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