Obras son amores... de fábrica.
El Sr. Verle aporta un texto del gran Benet en el que se compara la evolución de un partido político con la fatiga propia de materiales y obra. En el partido aludido (por esta introducción), no forjó la fragua. O, mejor dicho, la fábrica se está revocando toscamente con yeso. Sacar a la luz este hallazgo es un diagnóstico fino, preciso y muy actual de la condición en que se encuentra algún aspirante a pretendiente de una plaza de ayudante de futuro tercer partido nacional en España (y no empieza por B). Acertada y acerada operación la que se expone en canal cuando ese aspirante, de desconocido prestigio, intenta ocultar sus grietas, por las que se cuelan clamores de frustración y que son sumideros de los más capaces. Pero la grieta de lo nimio es reducida por la mediocridad a mera rendija, sin que pueda despertar el interés de los que están afuera ni la rebelión de los atrapados en du interior. Esas rendijas no tienen nada que ver con las grietas descarnadas de biografías personales que exhibe magníficamente Félix de Azúa hoy.
En fin, que el certificado de miserias que aportó Juan Benet en su día es preludio de próximos comentarios que, si se retrasasen, podrían ser forenses. De momento, la situación es como tras una alambrada:
(Para construir un nuevo partido unas consejas añejas de Juan Benet que fue escritor e ingeniero).
“Toda obra de fábrica se deforma y fisura. Cuando la fisura alcanza dimensiones perceptibles a simple vista acostumbra a llamarse grieta, y cuando el dueño o responsable de la obra la advierte acostumbra a alarmarse. La grieta tiene mala fama, y tanto si progresa como si se estabiliza, se tiende a colmatar y taparla. En ocasiones es lo peor que se puede hacer; la grieta es la manifestación de un estado de equilibrio distinto al previsto, resultado del acomodo entre un terreno y una fábrica que han reaccionado entre sí con cierta heterogeneidad, no comportándose ni uno ni otra con unas mismas propiedades elásticas. Pero la fisuración –no tanto involuntaria como autónoma, situada más allá de las bases de cálculo del proyecto-, en la mayoría de los casos, no tiende al desequilibrio, no supone la ruina de la obra, sino, antes al contrario, la fragmentación y conformación de la fábrica para su mayor y definitiva estabilidad. En cambio, el intento de reconducirla a su forma primitiva para que se comporte como se pretendía en el proyecto puede en ocasiones resultar ruinoso.
El monolitismo se puede alcanzar sólo en reducidas dimensiones, y todo material tiene unos límites para ejecutar con él una sola pieza. La parte conocida de la naturaleza también obedece a esa regla, gracias a la cual la Tierra cuenta hoy con cinco continentes y multitud de valles. Cuando la obra de fábrica ha de gozar de unas dimensiones superiores al límite de monolitismo de su material, el proyectista introduce la junta -una manera de prefigurar la fisuración- para convertir la pieza única en piezas enlazadas.
Al igual que las obras de fábrica, los imperios también se fisuran, pero, a diferencia con éstas, tienden a hundirse a poco de sufrir el fenómeno. O son monolíticos o se convierten en una serie de provincias que a través de diversos procesos de autonomía pasan a ser países independientes. El papel del emperador, por consiguiente, no va mucho más allá de conservar con mano firme el monolitismo del imperio y colmatar y tapar la grieta allá donde se produzca. No hay que ser ningún experto para comprender que su función es tanto más difícil cuanto más extenso y poderoso es su imperio; una extensión y un poder que en todo momento se pueden volver contra él.
Los partidos políticos también se fisuran, pero, una vez producido el fenómeno, ¿se comportan como imperios o como obras de fábrica? He aquí una cuestión que resulta fácil de responder si se adopta una postura ecléctica: unos como imperio y otros como obra de fábrica. En verdad hay casos para todos los gustos: en nuestra historia reciente, un partido -que casi es recordado tan sólo en las memorias de políticos en voz pasiva- se agrietó de tal forma que hasta desaparecieron sus partes, como si más que un conjunto de materiales sólidos se hubiera tratado de un líquido o un humor del más alto coeficiente de evaporación.
Como quiera que se conduzcan tras su fisuración, lo cierto es que los partidos políticos no gustan de las grietas. A todo trance tratan de ocultarlas -como algunas mujeres las arrugas- mediante toda suerte de sistemas y artes de inyección y maquillaje. La Iglesia de Roma, quizá el primer partido político de Occidente con pretensiones de dominación universal (camuflado tras el control y cura de las almas), jamás toleró la escisión y replicó siempre a la fisuración de su fábrica con el anatema, la excomunión y el cisma. En su política de preservación del monolitismo, tan distinta a la de las iglesias protestantes, antes prefirió ceder los territorios cismáticos a otras confesiones que colaborar como una pieza más al equilibrio del conjunto roto y nunca pudo aceptar la paridad de su pontífice con las otras cabezas eclesiásticas. El monolitismo, aunque fuera encerrado entre los muros vaticanos.
Tal política viene informada -y acaso determinada- por una serie de mitos que actuando de consuno producen una resultante única: uno de ellos es la infalibilidad del Papa, ligada indisolublemente a la jerarquía única y no discutible del emperador. Al imperio no le gusta la jerarquía colegiada porque la cabeza ha de ser tan única como el cuerpo, y admitir una dirección múltiple implica reconocer una constitución varia. De ahí que la suprema ley de conducta romana sea la obediencia (disfrazada de humildad color lana), y la mayor herejía, la libertad de pensamiento frente a los principios dogmáticos, tan inconmovibles, como los democráticos, aunque un poco más apolillados. El respeto incondicional a esos principios, de los que el imperio, la Iglesia o el partido no es tanto el creador cuanto el guardián y garante, viene de seguido, así como la confianza ciudadana en el triunfo de una misión que para llevarse a cabo exige la administración absoluta del poder público. Una misión que si admite el estado de no beligerancia con los infieles, tampoco renuncia a la pretensión de ampliar el imperio a costa de sus vecinos. El imperio es forzosamente dinámico y agresivo, y en cuanto, por el fortalecimiento de los pueblos asurcanos, suspende la conquista se debilita, fisura y fragmenta.
El partido político es al electorado lo que la obra de fábrica al terreno. Un artificio implantado sobre la naturaleza que sólo a posteriori se demuestra imprescindible. Como consecuencia de esa implantación -ese peso que antes no existía-, el terreno se deforma y asienta bajo la acción de la nueva carga. La obra de fábrica tiene por necesidad que acompañar en todo o en parte esa deformación; por eso se fisura y -por decido de una forma muy simple- se divide en dos familias separadas por la grieta: la que sigue al terreno en su movimiento de asiento y la que permanece solidaria a la fábrica. Dejando de lado por el momento el innumerable censo de subfamilias locales que siempre produce una estructura tan extensa y compleja, el partido político, cuando se fisura, también tiende a dividirse en dos familias diferentes: la de quienes acompañan al electorado en sus imprevisibles movimientos de asiento y la de quienes desean conservar la estructura proyectada lo más semejante a sí misma. Los primeros acostumbran a ser llamados pragmáticos y realistas por quienes olvidan que tanta praxis y tanta realidad encierran el terreno como la fábrica. A los segundos, a veces se les denomina idealistas, acaso porque perseveran en su fidelidad a la idea original que informó el proyecto.
Cuando la fisura ya no puede ser disimulada, el partido acostumbra a atribuirla a diferencias ideológicas, a fin de crear, entre otras cosas, una ortodoxia que, si no preserva el monolitismo, al menos refuerza la parte de la fábrica más sana y resistente. Así, se atribuyen a diferencias internas de pensamiento las distintas respuestas del partido a la evolución histórica y a su acomodo en el electorado. Los más vivos no tardan en aprovecharse de ese delicado y piadoso eufemismo que, sin haber hecho nada para merecer tal don, les otorga una sustancia ideológica de la que nunca han gozado. (Acostumbra a acompañarles un grupo de escritores de bajo contenido intelectual, siempre dispuesto a hacer suyas las protestas del sufrido pueblo y, de paso, vender más.) Cuando la fisura se convierte en grieta, esos vivos aciertan a elevar a ideología el arte de pegarse al terreno; aciertan a sujetarse a él -al terreno, al electorado- y perseverar en su dominio. Pero es imposible que de ellos salga un proyecto”.
En fin, que el certificado de miserias que aportó Juan Benet en su día es preludio de próximos comentarios que, si se retrasasen, podrían ser forenses. De momento, la situación es como tras una alambrada:
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(Para construir un nuevo partido unas consejas añejas de Juan Benet que fue escritor e ingeniero).
“Toda obra de fábrica se deforma y fisura. Cuando la fisura alcanza dimensiones perceptibles a simple vista acostumbra a llamarse grieta, y cuando el dueño o responsable de la obra la advierte acostumbra a alarmarse. La grieta tiene mala fama, y tanto si progresa como si se estabiliza, se tiende a colmatar y taparla. En ocasiones es lo peor que se puede hacer; la grieta es la manifestación de un estado de equilibrio distinto al previsto, resultado del acomodo entre un terreno y una fábrica que han reaccionado entre sí con cierta heterogeneidad, no comportándose ni uno ni otra con unas mismas propiedades elásticas. Pero la fisuración –no tanto involuntaria como autónoma, situada más allá de las bases de cálculo del proyecto-, en la mayoría de los casos, no tiende al desequilibrio, no supone la ruina de la obra, sino, antes al contrario, la fragmentación y conformación de la fábrica para su mayor y definitiva estabilidad. En cambio, el intento de reconducirla a su forma primitiva para que se comporte como se pretendía en el proyecto puede en ocasiones resultar ruinoso.
El monolitismo se puede alcanzar sólo en reducidas dimensiones, y todo material tiene unos límites para ejecutar con él una sola pieza. La parte conocida de la naturaleza también obedece a esa regla, gracias a la cual la Tierra cuenta hoy con cinco continentes y multitud de valles. Cuando la obra de fábrica ha de gozar de unas dimensiones superiores al límite de monolitismo de su material, el proyectista introduce la junta -una manera de prefigurar la fisuración- para convertir la pieza única en piezas enlazadas.
Al igual que las obras de fábrica, los imperios también se fisuran, pero, a diferencia con éstas, tienden a hundirse a poco de sufrir el fenómeno. O son monolíticos o se convierten en una serie de provincias que a través de diversos procesos de autonomía pasan a ser países independientes. El papel del emperador, por consiguiente, no va mucho más allá de conservar con mano firme el monolitismo del imperio y colmatar y tapar la grieta allá donde se produzca. No hay que ser ningún experto para comprender que su función es tanto más difícil cuanto más extenso y poderoso es su imperio; una extensión y un poder que en todo momento se pueden volver contra él.
Los partidos políticos también se fisuran, pero, una vez producido el fenómeno, ¿se comportan como imperios o como obras de fábrica? He aquí una cuestión que resulta fácil de responder si se adopta una postura ecléctica: unos como imperio y otros como obra de fábrica. En verdad hay casos para todos los gustos: en nuestra historia reciente, un partido -que casi es recordado tan sólo en las memorias de políticos en voz pasiva- se agrietó de tal forma que hasta desaparecieron sus partes, como si más que un conjunto de materiales sólidos se hubiera tratado de un líquido o un humor del más alto coeficiente de evaporación.
Como quiera que se conduzcan tras su fisuración, lo cierto es que los partidos políticos no gustan de las grietas. A todo trance tratan de ocultarlas -como algunas mujeres las arrugas- mediante toda suerte de sistemas y artes de inyección y maquillaje. La Iglesia de Roma, quizá el primer partido político de Occidente con pretensiones de dominación universal (camuflado tras el control y cura de las almas), jamás toleró la escisión y replicó siempre a la fisuración de su fábrica con el anatema, la excomunión y el cisma. En su política de preservación del monolitismo, tan distinta a la de las iglesias protestantes, antes prefirió ceder los territorios cismáticos a otras confesiones que colaborar como una pieza más al equilibrio del conjunto roto y nunca pudo aceptar la paridad de su pontífice con las otras cabezas eclesiásticas. El monolitismo, aunque fuera encerrado entre los muros vaticanos.
Tal política viene informada -y acaso determinada- por una serie de mitos que actuando de consuno producen una resultante única: uno de ellos es la infalibilidad del Papa, ligada indisolublemente a la jerarquía única y no discutible del emperador. Al imperio no le gusta la jerarquía colegiada porque la cabeza ha de ser tan única como el cuerpo, y admitir una dirección múltiple implica reconocer una constitución varia. De ahí que la suprema ley de conducta romana sea la obediencia (disfrazada de humildad color lana), y la mayor herejía, la libertad de pensamiento frente a los principios dogmáticos, tan inconmovibles, como los democráticos, aunque un poco más apolillados. El respeto incondicional a esos principios, de los que el imperio, la Iglesia o el partido no es tanto el creador cuanto el guardián y garante, viene de seguido, así como la confianza ciudadana en el triunfo de una misión que para llevarse a cabo exige la administración absoluta del poder público. Una misión que si admite el estado de no beligerancia con los infieles, tampoco renuncia a la pretensión de ampliar el imperio a costa de sus vecinos. El imperio es forzosamente dinámico y agresivo, y en cuanto, por el fortalecimiento de los pueblos asurcanos, suspende la conquista se debilita, fisura y fragmenta.
El partido político es al electorado lo que la obra de fábrica al terreno. Un artificio implantado sobre la naturaleza que sólo a posteriori se demuestra imprescindible. Como consecuencia de esa implantación -ese peso que antes no existía-, el terreno se deforma y asienta bajo la acción de la nueva carga. La obra de fábrica tiene por necesidad que acompañar en todo o en parte esa deformación; por eso se fisura y -por decido de una forma muy simple- se divide en dos familias separadas por la grieta: la que sigue al terreno en su movimiento de asiento y la que permanece solidaria a la fábrica. Dejando de lado por el momento el innumerable censo de subfamilias locales que siempre produce una estructura tan extensa y compleja, el partido político, cuando se fisura, también tiende a dividirse en dos familias diferentes: la de quienes acompañan al electorado en sus imprevisibles movimientos de asiento y la de quienes desean conservar la estructura proyectada lo más semejante a sí misma. Los primeros acostumbran a ser llamados pragmáticos y realistas por quienes olvidan que tanta praxis y tanta realidad encierran el terreno como la fábrica. A los segundos, a veces se les denomina idealistas, acaso porque perseveran en su fidelidad a la idea original que informó el proyecto.
Cuando la fisura ya no puede ser disimulada, el partido acostumbra a atribuirla a diferencias ideológicas, a fin de crear, entre otras cosas, una ortodoxia que, si no preserva el monolitismo, al menos refuerza la parte de la fábrica más sana y resistente. Así, se atribuyen a diferencias internas de pensamiento las distintas respuestas del partido a la evolución histórica y a su acomodo en el electorado. Los más vivos no tardan en aprovecharse de ese delicado y piadoso eufemismo que, sin haber hecho nada para merecer tal don, les otorga una sustancia ideológica de la que nunca han gozado. (Acostumbra a acompañarles un grupo de escritores de bajo contenido intelectual, siempre dispuesto a hacer suyas las protestas del sufrido pueblo y, de paso, vender más.) Cuando la fisura se convierte en grieta, esos vivos aciertan a elevar a ideología el arte de pegarse al terreno; aciertan a sujetarse a él -al terreno, al electorado- y perseverar en su dominio. Pero es imposible que de ellos salga un proyecto”.
Etiquetas: Sr. Verle
11 Comentarios:
D. Bart: Veo que captó las oportunas esquerdes de Azúa.
"Y también esas grietas que el otoño
forma al interceder con los domingos
en algunas ciudades
ya de por sí amarillas como plátanos..."
(A. González.'Inventario de lugares propicios al amor')
Segundo intento, que los dioses de blogger me sean propicios: gracias por acercarnos este interesante texto/"alegato idealista", señores. Si tengo tiempo me pasaré luego a expresar mis pragmáticas dudas y desacuerdos (ando muy ocupado haciendo los deberes).
Mi querido Bart:
Comprendo en profundidad tanto el referente como el referido del comentario de Benet.
Sin embargo, una noción se escapa de su discurso, si bien está implícita.
Empezaré por decir que, enmendando un tanto la plana a Benet, hay un principio claro hoy en día en la mecánica estructural, que es el de que, por fortuna, las estructuras no se comportan como se proyectan sino como se construyen. Así, debe insistirse en la aparente perogrullada de decir que las cosas han de construirse como se proyectan y proyectarse como hayan de construirse.
Esta reflexión nos aboca a que, entre imperio y partido, el óptimo está en la condición de ductilidad. Ésta permite que el sólido-partido-imperio readapte su condición interna para satisfacer las condiciones a que la interacción suelo-electorado / estructura-partido la someta. El truco está en la fisuración difusa, o bien concentrada, pero controlada dentro de los límites de las deformaciones admisibles.
De este modo, en nigún caso se procede a la fractura y siempre se mantiene el equilibrio, readaptado del original, pero sustancialmente el mismo. Y, desde luego, equilibrio seguro.
No en vano, es confusión muy extendida considerar elástico un calificativo halagador, no advirtiendo que la elasticidad topa siempre con un límite de fluencia, en que todo cede en deformación, pero sin aminorar la fuerza aportada. Por tanto, mejor es fluir que ser elástico, con el único límite de la ductilidad, entendida como la razón entre el fin de la capacidad elástica y la aparición de la rotura-ruptura.
Ductilidad por fisuración difusa o concentrada admisible, pero nunca elasticidad pura. Eso está abocado al fracaso. No se debe ser elástico, sino dúctil, para poder disipar las tensiones excesivas y llegar a un reacomodo que salve el fundamento del equilibrio incial planteado.
Como con los grupos humanos, en la mecánica estructural es el problema más difícil de resolver.
El tremendo miedo a la libertad, querido Bart., y no a otra cosa es lo que lleva al fracaso cualquier proyecto siguiendo la metáfora que usted utiliza. Unos se rebelan con lo mismo de siempre, fisuras y parches, otros se sienten cómodos con la autoridad y la facilidad de que, en todo momento, nos digan qué hay que hacer.
Pero todos, y más en este momento, olvidamos que para realizar la libertad es necesario valor. El mismo que posibilita una convivencia más o menos democrática.
Ahí queda:
"Cuando el mundo se desquicia, no se puede remediar poniendo parches técnicos; necesita todo un nuevo orden. Y este orden ha de arrancar otra vez del individuo".
Romanaccio: Creo que Benet simplificó para ser entendido por los lectores de El País. Y no era oportuno introducir distinciones adjetivas.
No obstante sus observaciones, las de Ud., sobre lo dúctil, y su opuesto lo frangible, matizan bien la cuestión del comportamiento frente a la rotura de los 'cuerpos'. Y por supuesto antes de la rotura, el comportamiento elástico, viscoso o plástico de los mismos es fundamental.
Sr. Verle:
No sé si Benet simplificó para ser entendido o si, simplemente, se enmarañó en su faulkneriana escritura y entre la maraña se le escapó el concepto de lo dúctil.
También me inclino a pensar que Benet, como constructor de presas, andaba siempre muy preocupado con la fisuración. Mala cosa es fisurar una casucha, pero en ella se puede vivir. No así en una presa, que puede salvar su equiibrio mediante fisuración, pero no cumplir su misión de contener el agua. De poco vale su equilibrio si el tal equilibrio sostiene lo que no hace falta sostener.
En ese modo de pensar y entender, Benet no tiene más remedio que optar por la elasticidad, por controlar antes de la fluencia lo que construye. Un prietas las filas insoslayable.
En otras obras de estructura, la fisura no pasa de ser casi la tranquilidad de que no se están produciendo coacciones internas inadvertidas y que todo discurre como se sabe que subsistirá.
Gran cosa sería poder abordar la ductilidad sin fisuras. Pero, ¡ay!, eso lo da el acero básicamente, pero no los materiales pétreos: el hormigón, la piedra, el ladrillo y, sobre todo, la mente humana, especialmente la celtibérica.
Un saludo, Sr. Verle.
Romanaccio: Tiene razón, Benet y las presas, no sé si llego a los puentes. Por su último párrafo, confiemos en la redistribución plástica de los esfuerzos también en las estructuras mentales.
Sr. Verle:
Creo que, con todo respeto, debo discrepar de usted. Es que no basta el comportamiento plástico, no. Puede ser comportamiento plástico poco dúctil, y no arreglamos nada. Y si entramos en el campo de la plasticidad no asociada (la que no cumple el criterio de flujo de Von Misses), ya no le cuento.
Insisto en que el meollo está en la ductilidad, no lo dude.
Romanaccio: No debe haber discrepancia. No puedo negarle lo que insiste con la ductilidad. Quizás nuestros campos de actuación condicionan el significado de nuestros términos.
Sepa que se agradecen en lo que valen sus comentarios.
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