12 de febrero de 2009

Crónica de la miseria

Vuelve Dragut por estos pagos, tan deudores de su prosa lúcida como de su lealtad y generosidad, con un In Memoriam bien vivo en lo personal y vigente en lo público.

●●●

Al final fue un tránsito de algo más de un año, el que medió entre la ilusión y la miseria. Y me acordé de lo que Tse escribió hace ya bastante tiempo: El triunfo de la mediocridad.

No conocía a nadie y tenía sólo la información de lo que leía en la prensa y en Internet. Me atrajo, me ilusionó y, como un infante en su primera escapada furtiva, con más vergüenza que miedo, mandé un correo electrónico. Pensé que ni contestarían, que me mandarían a tomar viento. Jamás me había mezclado en nada así, por falta de espíritu gregario y por una necesidad –a veces he pensado que errada y hoy la creo lo único que me es posible- de no dejarme ver demasiado: no está bien que el cerdo se pasee por el salón, sobre todo cuando vienen invitados de postín. No sé si la edad o la experiencia, confusión voluntaria que solemos hacer de una y otra cosas, sea por alejar la mortaja o, invirtiendo la cosa, por añadir alevosamente el conocimiento que no tenemos escudándonos en el tiempo que nos bastó para tenerlo, me insinúan a grandes voces que los pies en el tiesto son buen sitio en que tenerlos y no sacarlos. Todo depende del tamaño de la maceta: para algunos es el universo todo; para otros, jardinera de balcón.

El caso es que me respondieron y me citaron un día a última hora en un bar. Fui, bastante escéptico, y allí conocí a J. Estupenda. Había otros, de los que recuerdo sólo a dos. Uno, un tipo encantador del que tengo pocas noticias. Otro, un cutre miserable, que entonces sólo me pareció un majadero convencional. Pero J me pareció de fiar, de golpetazo de filete magro sobre el mármol, como una vez le dije. Y lo es. Por eso me lié en el asunto y, de buenas a primeras, sin haberlo pensado, me encontré en el mismo medio del salón cuando no sólo venían los invitados de postín, sino que, encima, había recepción. Pero fue magnífico, porque encontré una esquina de cochiquera, desde allí escuché y aquello, como le he comentado a alguien, me empotró el alma en el cerebro. Me pareció más que necesario, posible.

Y se fue añadiendo más gente, mucha, en todas partes. Tuve la suerte simultánea a la desgracia de ver en el propio campo la traza del destino. Fue suerte ver cuánta gente anhelaba simplemente la dignidad, cuánta de ella era capaz de ser quien decía ser. Fue desgracia que un canto de cisne prematuro ya hubiese copado parte de las filas con la soldada que aspira a generalato sin haber ganado batallas. Quieren ser quien firme la capitulación del enemigo, pero que la sangre la pongan otros. Desgracia también cuanto vi de los afanes de trastienda. Pero la suerte inmensa de haber conocido a gente magnífica para toda una vida.

Las larvas de la miseria maduraron y, de manera inexorable, se fue a pique todo, lo primero la ilusión. Me di cuenta de hasta qué punto los ambiciosos son más aún imbéciles e ignorantes. No supieron esperar a que realmente hubiera algo que repartir y todos nos quedamos sin nada. Los que pretendíamos algo digno lo perdimos nada más empezar, y los que algo miserable no sabían que necesitaban la semilla de los decentes para obtener un provecho. En la escala pública, todos sabemos en qué acabó. Simplemente en algo que pensamos que pudo ser. Hoy creo que era algo delirante, que nada de lo que pretendíamos es posible en un país estúpido, clasista, ceporro y adocenado, donde la gente vende su dignidad por que le cambien el váter de casa sin tener que pagarlo. Y por supuesto, que sea más blanco, más vitrificado y un poquito más alto que el del vecino, faltaría más.

En la escala del trato humano, encontré en proporción enana una explicación sobre la banalidad del mal, sin querer arrogarme ninguna pretensión filosófica (no sé casi nada de filosofía y menos aún soy filósofo). Me explico. Por mi actividad académica y profesional he visto miserias abundantes. En lo académico, la Universidad es más bien un rebaño de gañanes que visten sus estrechas ansias funcionariales con birretes, togas y puñetas. Pero saben que, tras la traición y el medrar, llega el momento del sueldo de por vida, de las vacaciones de muchos meses, del inexplicable prestigio social, de la promoción inmerecida gracias al escalafón y al tejemaneje vario. Y de no tener que volver a estudiar nunca y fascinar a los alumnos con porquería intelectual surtida. No todos son así, pero si digo que ocho de cada diez lo son, estoy siendo benévolo. En la variante profesional he visto acuchillamientos indecentes, traiciones alevosas, acusaciones dolosas, de todo. Pero hay un beneficio: se mueve mucho dinero y arrasar la dignidad de alguien puede suponer ganar o perder un par de millones de euros. En definitiva, en ambos casos hay una ganancia tras el baño de miseria. Pero en aquella aventura, ¡no había aún nada que ganar, lo fiaban todo a lo mucho que habría de cosecha mientras pisoteaban lo recién sembrado! Pero no todos, porque lo más estupefaciente era ver cómo por ser mindundi de tercera había quienes eran capaces de adularte para acto seguido acuchillarte, decir que apoyaban a alguien siempre de palabra y por escrito, para, llegado el momento, unirse a la legión de los defenestradores de honestos. Quienes, en un rocambol psiquiátrico inimaginable, cautivos de su propia imagen elaborada hacia los demás, se abonaban a la impostura para poderse creer seres ultramorales de palabra y acometer la miseria, la trampa, la mentira, la traición y cuanto de más bajo aloja la condición humana con una soltura tal que a veces resultaba descacharrante. Por desgracia, más que descacharrante, siempre me pareció hiriente. Y todo para nada, para no conseguir nada en absoluto. Actos banales a caballo de la miseria. La maldad de barrio por sí misma.

Sería un error pensar que, total, son pequeñas cosas que no afectan a la gran escala del mundo. Lo es porque las miserias son siempre una proporción de la situación y, así, quienes sienten la pulsión de la traición por una nadería, en idéntica proporción la sienten ante lo importante. Comprendí entonces el tránsito que lleva a que un descerebrado que sólo se ha fajado en cuitas de barrio, entre navajeos de poca monta, pueda acceder a las alturas y cometer hasta delitos sin inmutarse. En el colegio robaban piruletas, lo que es lo mismo, idéntico, a pervertirlo todo llegados al poder. La miseria tiene un tamaño a la escala de la situación. Hoy sigo sin entender cómo podían ser más aún imbéciles que miserables.

Pero ya he dicho que conocí a gente magnífica también. Quizá no debiera citarlos, pero es justo que sea así. Me quedo sólo con los que han acabado siendo más cercanos: al amigo fenicio LFC, y al bostoniano VC; y a los “centralistas” ALC, AIE, EP, EM, FC, GHJ, JCC, JJA, JM, JS, JRL y TS. A todos ellos les debo las gracias por haber hecho magnífico el paseo del cerdo sacando las patas fuera del tiesto. Hoy me alegro, pero fue en su momento doloroso: un tiempo dulce y terrible.

(Escrito por Dragut)

Etiquetas:

9 de febrero de 2009

Mercados marcados

1. Comercio mudo pero eficaz, porque la confianza no necesita pregonarse. El caso lo citó aquí Tse. Es el histórico mercado del oro y la sal en el río Níger entre los tuaregs de la orilla norte y los bantúes del Sur, un ejemplo de comercio mudo que practicaron antes los fenicios con las poblaciones costeras del Mediterráneo y los indígenas americanos entre sí. Dejemos hablar al cronista original, el mercader veneciano Alvise da Ca´da Mosto (1432-1488): «Cuando los negros [los porteadores, esclavos negros de los tuaregs y de los árabes] alcanzan las aguas del río, cada uno de ellos hace un montículo con la sal que ha traído y lo marca, tras lo cual se alejan todos de la ordenada fila de esos montículos, retrocediendo a una distancia de medio día, en la misma dirección de donde han venido. Entonces llegan unos hombres de otra tribu negra, hombres que nunca enseñan nada a nadie y con nadie hablan: llegan a bordo de grandes barcas, desembarcan en la orilla y, al ver la sal, colocan junto a cada montículo una cantidad de oro, tras lo cual se marchan, dejando la sal y el oro. Una vez se han ido, regresan los que han traído la sal y si consideran suficiente la cantidad de oro, se lo llevan, dejando la sal; si no, dejan sin tocar la sal y el oro, y vuelven a marcharse. Entonces los otros vienen de nuevo y se llevan la sal de aquellos montículos junto a los cuales no hay oro; junto a otros, si lo consideran justo, dejan más oro o no se llevan la sal. [Y así sucesivamente hasta alcanzar un “precio de equilibrio”]» (citado por (Kapuscinski, Ébano).

Como modelo económico es un mercado singular porque aúna competencia perfecta, mercado cerrado e intercambio de dos medios de pago, el oro y la sal, las principales monedas de las regiones del Sáhara, Sahel, África negra y península arábiga (aquí con las especias y, en declive, el incienso) en aquella época. Competencia perfecta porque los factores externos de la confianza entre ambas comunidades, sancionada por la tradición de ese comercio, y su dependencia de esos productos para sobrevivir, actúan como garantes mayores que la información y la transparencia en nuestros mercados modernos. No es un simple trueque de bienes de consumo o suntuarios. El tipo de cambio entre la sal y el oro se fija con independencia de otra costumbre que también vincula a ambas tribus, sin impedirles comerciar: los tuaregs realizan incursiones periódicas en el Alto Níger para procurarse esclavos negros... entre los vendedores del oro. El pacto tácito -“hombres que nunca enseñan nada a nadie y con nadie hablan”- de convivencia no necesita de ningún regulador externo (aún no existe la diferencia entre lo público y lo privado que inician Estado y ciudadano) y comprende costumbres aparentemente contrarias como el comercio y la esclavitud.



2. Un precursor de nuestro actual mercado financiero: Onitsha, una pequeña ciudad de Nigeria que albergaba el mercado más grande de África hasta los recientes años 80. No se basa en la división del trabajo, imagen, marca o especialización en producto o servicio tal y como la conocemos en Occidente, sino en la común dedicación de todos al comercio con cambios inmediatos de función de cada uno según la demanda. Y cuando ésta no se manifiesta, cual fantasma, la oferta la crea, en versión rudimentaria de la Ley de Say. Cuando Kapuscinski visita la población el mercado languidece por falta de dinero. Sastres, lavanderas, cocineras, puestos de fruta y hasta su conocido Onitsha Market Literature, con sus respectivos clientes, no cierran transacción alguna. Entonces la imaginación suple al dinero e integra la competencia como cualquier otro suministro, Surge un producto espontáneo cuya demanda será inmediata porque incita la necesidad: el acceso a la ciudad se hace por una carretera estrecha que provoca grandes embotellamientos; los camiones que transportan las mercancías avanzan muy lentamente en medio de la multitud y sin visibilidad. Apresuradamente, unos comerciantes vivales (“emprendedores”) han cavado un gran agujero al comienzo de la calle en el cual se precipitan toda suerte de vehículos. Inmediatamente aparecen múltiples servicios de rescate: de las mercancías apiladas en la caja, de los conductores y del mismo vehículo. También, de restauración: surgen hoteles espontáneos bajo un cartel improvisado en un trozo de cartón en lo que hasta hace un momento eran tiendas precarias. Y puestos de comida y bebida para que repongan fuerzas los esforzados rescatadores de incautos.

Este modelo es lo más parecido al libre mercado. Trampa, engaño, ruina y reparación son la cadena de valor de la competencia, los productos que ofrece este mercado básico con la misma diligencia y eficacia que el mercado financiero del mundo global en su actual crisis.

●●

3. La Caja de Ahorros de Navarra pasa del Monte de Piedad a la Obra Social y de ésta a la solidaridad democrática como producto financiero y bien económico en una generación. Del empeño de la medalla, que mantenía a su autor pobre pero único, a la medalla del empeño del necesitado, que mantiene al pequeño mecenas rico pero informe. Un viaje circular de la caridad a la solidaridad con beneficios para el donante. Es el mismo socavón del mercado nigeriano pero con diseño consolador para conciencias solitarias. El nuevo producto no deja de ser un viejo mecanismo de fidelización de clientes: los impositores votan proyectos solidarios y, muy importante para el balance final, cooperativos, a cambio de sentirse partícipes de decisiones que mejoran el mundo, el suyo en primer lugar. La crónica del invento de la Caja de Ahorros dice que “el público quiere menos cultura y más solidaridad”. Pero el público, nunca mejor dicho porque de espectadores se trata, construye el mismo fetiche con una exposición de moda que con un proyecto solidario o de cooperación al desarrollo: dejar de ser público y sentirse actor de la función. No son solidaridad ni buena conciencia los productos que vende con éxito la Caja sino la (re)integración en la comunidad y el sentimiento de igualdad que necesitan sus clientes para dejar de ser seres anónimos y solitarios. Los actuales impositores eran antes familiares y vecinos entre sí, con una identidad reconocida mutuamente, y ahora son una masa informe que quiere rentabilizar los intereses de sus depósitos en forma de participación y personalidad, no de ideales y valores, como suele confundirse. Como modelo de mercado éste es el más eficiente, si se mide en costes y beneficios para ambas partes, Caja y cliente.

●●●

Etiquetas: