El arte, el genio y el fox terrier.
Durante el primer tercio del siglo XX sucede una de las más intensas revoluciones científicas y técnicas de la historia. Este progreso técnico produce una expansión de la realidad conocida que, con su conocido horror al vacío, exige llenarse con transformaciones del arte antiguo. La velocidad del suceso pide revolución. ¿Ocurren estas transformaciones como manierismo o como nueva creación? Paralelamente, el genio se democratiza, se diluye en la industria, se extiende a nuevas aplicaciones humanas y se multiplican los candidatos a tal condición. Su función de guía humanista en la creación artística que había jugado desde el Renacimiento y confirmado con la Ilustración, se convierte en innovación en serie compartida cada vez más por más ‘artistas’. De la creación a la innovación compulsiva materializada en las vanguardias artísticas. El derribo y su simétrica nostalgia del genio y de su papel ejemplar están presentes en los discursos teóricos de la época.
Francis Picabia escribe, en mayo de 1922, para la revista Comoedia –cuyo Manifiesto redactó Martín Fierro- una reflexión sobre el genio, el artesano que lo tapa con el manierismo propio de los límites de su oficio y la imposible comprensión del común respecto de los productos del primero. Así, el genio está abocado no sólo a la excentricidad propia de su condición sino a la incomprensión que generan unas vanguardias artísticas y un público que demuestran su incapacidad de creación –paradójica con su proclamación de inaugurar el mundo- por medio de la estética como cárcel y fin en si mismo de la obra artística. Queda servida la irremisible soledad del genio artístico como parábola del estancamiento del arte moderno, condenado a la fatalidad del manierismo:
“Los seres que poseen una verdadera facultad creativa sólo pueden expresarse a través de sí mismos. El oficio adquirido es tan solo un medio para exteriorizarse de modo más completo frente a los demás. No necesitan buscar una personalidad, un nuevo procedimiento, una nueva representación: la novedad está en ellos, pues no hay ni arte nuevo ni hombres nuevos, sino simplemente hombres que tienen el don de sentir, luego de expresar, lo que los demás no sospechan nunca en el ambiente vital. Esos hombres con antenas nos inquietan y nos atraen; entre ellos puede descubrirse el genio. Las escuelas de arte se parecen a las escuelas de ingenieros, ingenieros que no inventan nada pero que se saben de memoria lo que otros han inventado y que a menudo trabajan en estropear máquinas muy precisas, bajo el pretexto de hacer “otra cosa”. De este modo ciertos artistas tratan de perfeccionar, de arreglar, la obra de hombres geniales; disminuyen lo que podría chocar al público... El genio comete siempre el error de manifestarse con una vida y libertad que asusta a los acostumbrados al invernadero.” (Francis Picabia, ‘Escritos en prosa, 1907-1953’, pág. 240, ed. IVAM)
En su particular superación del impresionismo y batalla contra el cubismo, desvela una doble incapacidad de esos movimientos que podría extenderse a la mayoría de las vanguardias: niega la transmisión de una impresión nueva de la realidad y la misma condición creadora de esas nuevas formas de representarla. Es decir, niega la misma generación de nueva realidad medida en términos humanos: “Vinieron luego los cubistas. Trataban de reproducir un facsímil de su modelo, persona o paisaje, como Gainsborough o Manet. La única diferencia es que exigían al espectador algo imposible: le pedían que viera la realidad en forma de cubos, es decir según el extraño aspecto que le daba la técnica de su pintura.” (Francis Picabia, 1913, ibidem, pág. 55). Parada y fonda momentánea: la técnica y los materiales como paradójico límite y no trampolín de la creación artística; fenómeno que se extiende desde los cubistas a Frank Gehry (con reservas a éste). Recuperación del discurso de Picabia: “¿Acaso trataban de aportar a la mente del espectador la impresión que les había producido un objeto? No, rotundamente no. Los críticos –profesionales- dicen que sí. Yo digo que no. Como los antiguos, son esclavos del intento de reproducir un modelo.” ¿Qué antiguos? Turner y Constable como ejemplos y el paisajismo del XIX como paradigma del arte como reproducción del objeto original, como “copia inteligente” conseguida por la humanidad en su larga noche artística de los tiempos.
El cubismo: “Sus retratos, por ejemplo. Hay que ver en ellos un ojo, el ojo de la persona pintada. Y si el ojo se hace en forma de rombo, con ángulos, en cubos, en lugar de redondo, ¿qué importa? La idea esencial sigue siendo la misma.” La falsa visión moderna de la esencia y finalidad del arte clásico –que comparte Picabia en este escrito-, considerado como la mera reproducción perfecta de un modelo, llevó a la sucesión de vanguardias que, queriendo ser revolucionarias, se tapaban unas a otras en esa ficción devoradora del pasado de la que vivían. Pero la denuncia del arte antiguo como reproductor perfeccionista o idealizador del objeto por parte de Picabia, es a la vez una defensa secreta de su ‘pureza’ y una nostalgia del genio que anidaba en ese concepto de creación. En su particular vuelta de tuerca por destacar como transgresor de las vanguardias entonces instituidas, reivindicará la impresión en lugar de la representación; la esencia, movimiento y sensación del hecho, objeto o situación representada en vez de la prisión que supone la fidelidad a la forma original. Sobrevuela por encima de esta reivindicación la estéril contraposición fondo-forma.
Picabia está fundando las bases y el discurso del arte abstracto, utilizando como modelo a la música, cuyo lenguaje abstracto es el que más libremente transmite impresiones. Dirá de su polémica obra en el Salón de Otoño de París, Danses à la source (1912): “No hay bailarines, no hay fuente, no hay cielo, ni puesta de sol, ni perspectiva, nada que pueda considerarse como una clave visible de los sentimientos que yo puedo expresar. Tampoco en la Sinfonía Pastoral de Beethoven hallaría ninguna de esas cosas. Hay un título que indica el tema y basta.” De aquí que los ‘Sin título’ fueran la abstracción pura.
El maquillaje del genio clásico por el arte moderno, por sus sucesivas e inacabables vanguardias, cuya soberbia es como la de aquel perro ridículo, mezcla de razas, pero tan arrogante que se creía un fox terrier y al que no cabía irritar (según su dueño e interprete, claro).
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